Un huésped indeseado

Yo no estoy solo en casa, nunca. Lo siento allí conmigo. Lo he sentido muchas veces antes, pero jamás lo vi. Anoche, cuando pretendía quedarme dormido, finalmente pude hacerlo. Eran exactamente las 3 de la mañana cuando algo me despertó, no era una sensación ni algo que creí escuchar, no. Lo oí. Estaba justo en mi oreja y me susurró algo que entendí claramente: “Es la hora, levántate”, y sentí el calor de algo que me tocó la cabeza.

Quería hacerlo, con temor luché por no abrir los ojos mientras mi corazón latía sin descanso en mi pecho. Sentí como las venas que irrigan mi cerebro latían desesperadamente en mis sienes y aquella sensación de pavor hizo que se me perlara la frente. Otras partes de mi cuerpo también sudaban, mis axilas, mi pecho y hasta mis manos. No podía combatir aquella pegajosa sensación de terror que invadía mi mente y amenazaba con volverme loco (¿estaba en mis cabales?).

Luché con todas mis fuerzas y finalmente pude abrir los ojos. Mi cuerpo, inerte, no respondía a las órdenes que le dictaba mi cerebro cansado. Así estuve cerca de cinco minutos hasta que lo oí de nuevo, justo detrás de mi oreja: “Es la hora, levántate” y lo que sea que estaba allí movió mi hombro. En ese momento mi cuerpo salió disparado hacia la sala sin control alguno. Mis ojos muy abiertos nerviosamente escrutaban en la oscuridad cómplice sin ver nada. Fue en ese momento en que se materializó frente a mis ojos. Era alto, ocupaba mucho espacio y tenía una especie de sobretodo raído que le colgaba sin ganas de los hombros. No podía ver sus ojos, quité mi cara para no verle a sabiendas de que aquella “cosa” estaba frente a mi detallándome, como estudiando el terror que emanaba por mi piel. De soslayo observé cuando dio un paso al frente, y me desmayé.

Eso fue anoche. No sé cómo, pero amanecí en mi cama (¿lo habría soñado?). Cuando desperté muy entrada la mañana sentía un gran peso en mi cabeza y una sensación de lucha interna: una parte deseaba levantarse y salir corriendo, la otra luchaba por quedarse refugiada entre aquellas sábanas como si aquel cobijo fuese suficiente para alejar a aquel espectro que había visto ayer (¡no vi nada, fue una pesadilla!). Me levanté y salí de la casa con ganas de no regresar. Sabía que había algo allí. Mi soltería y la soledad de mi vida estaban jugándome una mala pasada. ¿Me estaría volviendo loco estar solo?

Hoy tuve que regresar y apenas llegué decidí ponerme a escribir. Hacer catarsis a través de la escritura a veces alivia mi turbada mente, los problemas se disipan y mis pensamientos suelen descansar para dirigirse a un solo punto: el final del texto.

Pero creo que no podré terminar, se está haciendo de noche y mi soledad está invadiéndome nuevamente. Siento que no estoy solo aquí. Encendí las luces de mi pequeño apartamento. Con tres interruptores ya todo está iluminado, no hace falta más. El terror volvió a entrar en todo mi ser cuando, sentado aquí en mi computadora, sentí que se apagó la luz del cuarto. Luché con mi mente para que se calmara, para que entendiera que era posible que la bombilla ya necesitaba cambio (¿y el ruido del interruptor?) No. No había escuchado nada. Me iba levantar en este momento a verificar eso. No había nadie allí (¿estaba seguro de ello?), pero la sensación de ahogo que acudió a mi garganta como un rayo no tiene nombre. Me puse de pie y accioné el interruptor del cuarto: la luz encendió.

Aquello hizo que recorriera mi cuerpo un escalofrío intenso que me hizo levantar todos los vellos de mi cuerpo (no era posible), a lo mejor la había dejado mal accionada (me obligaba a creerlo) y la misma se había accionado sola (todo tiene explicación)… ¡No estaba volviéndome loco!

Desencajado y presa del pánico me asomé a la ventana, llovía copiosamente. Volví la mirada alrededor de todo el espacio y no vi nada. Mis ojos estaban alertas, buscando algo que sabían que estaba allí, pero que no podían atisbar. En ese momento volvió la voz, salió de todas partes y de ninguna a la vez, era ensordecedora y a pesar de taparme los oídos desesperadamente no lograba dejar de oírla… Me repetía una y otra vez “aquí estoy, yo no me iré”. Corrí enloquecido hasta la puerta, accioné el pomo y no pude abrirla, le di golpes una y otra vez (estaba atascada, seguro), traté de gritar por auxilio y la voz no salió. No podía emitir sonido alguno, mi garganta se había secado y mi respiración se hacía cada vez más densa. Cuando giré sobre mis talones comencé a ver sombras por todo mi apartamento y a escuchar otras voces, también escuché cadenas y gemidos de dolor ahogados (era mi imaginación), en mi oído escuché la respiración de alguien o algo que no lograba ver, pero que sabía que estaba allí (no era posible, mi mente estaba creando esos sonidos presa del terror, debía calmarme).

Entonces ocurrió… Aquel espectro que había visto anoche apareció de nuevo, se materializó frente a mí con una mueca espantosa de risa en su cara. Sus ojos eran negros, profundos e inexpresivos y mi corazón sentía que la energía que emanaba de aquello no era de la buena… Me aceleré, mi corazón latía desbocadamente y un silencio sepulcral se apoderó de mi apartamento a punto tal que me era posible escuchar los latidos de mi propio corazón. La lluvia que caía sin pudor fuera de la ventana tampoco sonaba, parecía que me había sumergido repentinamente en una burbuja y todo contacto con el exterior era lejano, imposible.

En ese momento me habló nuevamente, pero no cambió su mueca espantosa ni abrió la boca. Su mensaje simplemente entró en mi cabeza directamente y sus palabras me helaron la sangre. Sonaba como metálica y amenazante: “De ahora en adelante, mis amigos y yo vendremos cada noche a divertirnos aquí. No queremos que intervengas, este es nuestro espacio y tú no eres bien recibido. Te lo hemos querido hacer saber hace tiempo, pero no querías escuchar. Ya no queremos seguir enviando señales. No hay nada que puedas hacer para sacarnos. Todo esto nos pertenece y sabremos cuando trates de sacarnos. Vendremos nuevamente si sabemos que hiciste algo y vendremos de muy mal humor, ¿entiendes? Regresaremos más tarde a verificar que te quedó claro".

Lo entendí perfectamente. Acto seguido y después de escuchar una risa infernal que emanaba de todas partes y de ninguna a la vez, desaparecieron todos. Quedé con esta sensación de impotencia y de atadura que no me deja pensar ni actuar… ¿Aquello que acababa de experimentar era producto de mi imaginación o había sucedido realmente? Pude comprobarlo al acercarme a mi cama: había un cuchillo que no pude reconocer como mío sobre mi almohada. ¿Qué puedo hacer? ¿Luchar? ¿Cómo, contra quién?

¡No estoy volviéndome loco, verdad! ¿Hay alguien que pueda ayudarme?
Zadir Correa

Un gran amor de mentira

Hace unos años, ambas se conocieron en circunstancias que todavía están frescas en sus mentes. Lo recuerdan como si hubiese sido ayer. Cada una había sido protagonista de una vida diferente, cual caleidoscopio, sus vidas, tan parecidas, se habían desarrollado totalmente diferentes.
Ruth se enfrentaba en aquel entonces al auto reconocimiento y la aceptación de ser quien era. Sus padres habían criado a su niña de modo que la misma llegara a ser exitosa en cualquier campo donde se desarrollara. Creían en su criterio, en su forma idónea de hacer las cosas, en su determinación para tomar grandes decisiones que le abrieran grandes puertas y de esa manera desarrollar un mejor futuro. Pero nunca aceptarían su condición sexual. Ella estaba clara en eso.
Ingrid era mayor y su familia, muy ortodoxa en sus costumbres, no llegaría jamás aceptar una situación como aquella. Sus hermanos desdeñaban de todos los vecinos que tenían dicha condición, se burlaban de ellos y hacían chistes crueles de los cuales se reían a mandíbula batiente. Ingrid, temerosa de caer en aquellas lenguas y de que su reputación se viera opacada por algo parecido, se unía a aquello y a pesar suyo también se reía y hasta creaba sus propias maneras de burlarse de la situación. Todo antes de verse mezclada con algo parecido.
Cuando se conocieron por primera vez, ambas creyeron que sus vidas cambiarían definitivamente, porque las dos habían visto a su alma gemela en la otra. Pero había un detalle: ninguna estaba dispuesta a arriesgarse a perder el status social que tenían, ni a luchar contra la sociedad en ese momento.
Aquello devino en una separación forzada y cada una se volcó a vivir una vida que no era la que quería. Ruth se dedicó a crearse una mascarada rodeada de amistades falsas, fingiendo ser feliz con eso, tuvo sus novios y se desarrolló profesionalmente en su campo laboral. Por su parte Ingrid se buscó un novio, se embarazó y después se separó, con la esperanza de que aquella imagen (la de madre) pudiera ser suficiente para que su familia ya no la señalara más. Con aquel hijo, Ingrid pensó que ya se había resuelto el problema. Con el tiempo se dedicó a mantener una relación inconstante con un compañero de trabajo, a quién no soportaba, accediendo incluso a ser su amante, cuando éste tenía crisis dentro de su matrimonio. Todo para tapar su condición.
Aquellas vidas de mentira, tan cercanas y distantes a la vez no iban a soportar el peso del tiempo ni de la verdad. Así fue.
Cada una durante unos cuantos años, a hurtadillas, sin que sus familias y cercanos se enteraran se dedicaron a mantener furtivamente relaciones con otras mujeres de su entorno. Buscaban personas que no fueran a delatarlas y que estuvieran del mismo lado del juego: Ocultas de todos.
Pasaron varios años hasta aquella tarde de enero. Ruth, ya más abierta en su forma de ver la vida, se había cansado de experimentar situaciones escondidas y fugaces. La hacían sentir vacía y de mentira. Con algunas personas mantenía su imagen de “muchacha pura y casta”, pero con muchas otras había abierto el juego y se había sorprendido de que la hubieran aceptado tal cual era. Sin mentiras, sin máscaras y sin pretender ser quien no era. Estaba más libre cada vez. Sólo le hacía falta alguien en su vida que estuviera dispuesta a comerse al mundo y enfrentarse a todo junto a ella.
Ingrid, después de varios años de no verla, veía aquel encuentro futuro como una simple jugada del destino. Una amiga que alguna vez estuvo muy cercana. Su vida se estaba debatiendo entre varias personas en ese momento y no había en aquella cita ninguna expectativa.
Pero el encuentro finalmente se dio. Ruth e Ingrid se vieron después de muchos años esa tarde de enero. Parecía que la vida las había colocado una frente a la otra para que se vieran y reconocieran una en la otra a esa alma gemela, a ese gran amor que una vez habían reconocido. Lo supieron de inmediato: La vida les había colocado una nueva oportunidad de luchar contra la sociedad, contra sus propias familias, contra todo aquel que desaprobara su unión.
Ruth aceptó el reto. Tendría que luchar contra todo aquel que se opusiera, incluso si ello implicaba batallar contra su propia familia. No le importaba. Quería romper todas las barreras que le negaban la posibilidad de ser auténticamente feliz. Ella deseaba con todas sus fuerzas estar unida a Ingrid muy por encima de quienquiera que se opusiera. Con aquel encuentro quedaron las bases sentadas de una nueva relación, más madura, más formal, más fuerte.
Ruth se ilusionó, cambió sus planes de vida, dejó de lado a sus antiguas amigas fugaces, se separó de todo cuanto significara mentira y se centró en su vida con Ingrid. Deseaba por sobre todas las cosas ser feliz y no le importaba el costo que eso llegara a tener. Planificó mudarse juntas, planificó nuevas metas, nuevos viajes, nuevos proyectos y dejó de lado todo aquello que pudiera alejarla de su objetivo. En algún momento del pasado reciente había pensado irse al extranjero para “nacer” de nuevo, pero el hecho de haberse reencontrado con su viejo gran amor la hicieron deshacer aquellos planes y vivir cada día con más vigor su renovado amor.
Ingrid se mostró feliz al principio, ya había experimentado situaciones fugaces en el pasado y deseaba colocar un punto a ese desorden de su vida de una vez por todas. Prometió amor eterno, se prometió a sí misma luchar contra cualquier obstáculo para no permitir que éste le destruyera de nuevo su vida. Planificó también vivir juntas y adelantó algunas cosas a ese respecto. Pero su familia seguía allí. Su vida de mentira seguía enterita. Sus compañeros de trabajo, sus jefes y todas las personas que la conocían jamás se esperaban lo que ella estaba a punto de iniciar: Su propia vida.
Tenía que ser muy valiente para poder enfrentar a toda su falsa vida: sus amistades de la infancia, todos casados y con hijos, sus comadres y compadres, sus hermanos y hasta su propia madre. Todos seguían allí ejerciendo presión. Ninguno iba dejar de hacerlo nunca. La guerra se basaba en ser quien era y ser feliz por encima de quien fuese, incluso de su propio hijo.
No se atrevió. Varios meses más tarde comenzó a evaluar el nivel de compromiso que una vida con Ruth iba significar para ella, el hecho de que si alguna vez sus familiares preguntaban, se acercaban o simplemente la visitaban, lo iban a notar de inmediato. Su jefe, ¿qué diría de ella? Que siempre hacía chistes malos acerca de las personas de ese género. Estaba atrapada dentro de su propio mundo de mentira. Se había hundido tanto en su falso mundo que no iba soportar abandonarlo o ponerlo en riesgo cuando Ruth dijera que iba a buscarla o cuando salieran a algún centro comercial. ¿Qué dirían sus compañeros si la veían caminando en cualquier boulevard con Ruth? Ruth no sabía disimular su amor y no le importaba. Cuando la veía su temperamento cambiaba y el mundo entero se extinguía a su alrededor. Ella estaba dispuesta a todo por su amor. Ingrid no.
Fue así como en medio de aquella disyuntiva, Ingrid comenzó a marcar su distancia para salir de aquel aprieto. No iba ser fácil, ella lo sabía. Ruth estaba dispuesta a dar la vida por ella, a presentarle a toda su familia, a sus amigos, a sus jefes y a todo aquel que se atravesara, lo que a Ingrid le daba temor. Le producía temor que ese amor desenfrenado no tuviera raciocinio y perdiera el control de su tan organizada vida.
Aquel momento iba ser único. No se repetiría una oportunidad de deshacerse de aquello tan fácilmente. Ruth sufrió un pequeño accidente laboral y fue remitida varios días a un reposo absoluto. Su columna corría el riesgo de quedar lisiada de por vida si se descuidaba. Debía estar en cama. Ruth estuvo sola en aquel cuarto de hospital, su familia estaba fuera del país y necesitaría toda la ayuda de alguien que la atendiera.
Ingrid estuvo allí el primer día. Se despidió con la promesa de volver aquella tarde a verla y no regresó jamás. El primer día dijo estar muy cansada por su trabajo, luego al día siguiente lo mismo. Al tercer día y cuando Ruth le reclamó su falta y su cariño en ese momento tan importante para ella, ésta prometió irla a ver esa tarde seguro. No fue. Pasaron así los días con distintas excusas que agotaron la paciencia y el amor de Ruth. Todavía, el fin de semana después de haber discutido la noche anterior, ésta se atrevió a llamarla para decirle si iba a verla para conversar. Ingrid dijo: No hay nada que conversar. Esto llegó hasta aquí. Adios.
Ruth no se lo explicaba, no iba poder entender aquello, se hicieron muchas promesas de amor, se juraron amor por toda la eternidad, se prometieron el cielo mismo, se prometieron cambiar sus vidas luchando contra quien fuera. Sólo había exigido un poco de atención en un momento especial en que lo requería, eso era todo. Ella terminó con su corazón roto y cerrándolo definitivamente. 
Ingrid por su lado se quitó un peso de encima y pudo continuar con su vida tal cual era: de mentira y haciendo felices a otros en lugar de ser feliz ella misma. Quizá en otro momento, ahora no.
Zadir Correa