James

Allá, en aquella camilla, James tuvo miedo. 

Sí; no el miedo por haber hecho algo malo, no. Era un miedo diferente, aquel que asalta cuando tienes un compromiso y estás seguro que no llegarás a tiempo, miedo de quedar mal; de causar una mala impresión o una decepción. Miedo de que algunos asuntos dejados para resolver en el último instante, queden atrás, olvidados, sin concretar, sin conversar. Por eso tenía miedo. 

Su matrimonio de 38 años pasaba nuevamente por una crisis y algunas diferencias con su hijo mayor por un tema económico, que lo mantuvieron tenso y estresado los últimos días, salieron a flote en ese momento. Una semana atrás, había sido atacado por una fiebre repentina, que lo había dejado sin fuerzas y débil para encarar algunos asuntos en casa. Estaba cansado y deseaba alejarse de aquella realidad agobiante.

La llamada de David, un amigo de la infancia con quien compartió muchos momentos agradables hacía ya un tiempo, había llegado como un bálsamo para toda aquella tensión. Con aquella llamada, David le conto de las últimas novedades de su matrimonio, los problemas con sus hijos, actualizó parte de la información de los amigos en común que ninguno frecuentaba hacía ya un tiempo y finalmente decidieron encontrarse dos días más tarde en un Starbucks, el preferido de ambos, para ponerse al día.

Puntuales a la cita, los viejos amigos se dieron un caluroso y largo abrazo, con la intensión de aliviar el peso del tiempo y la distancia que los había mantenido separados este tiempo, también para olvidar por unos segundos sus turbulentas vidas actuales. Aún de pie, ambos se observaron y detallaron; el tiempo había marcado sus vidas: James lucia ahora una barriga prominente, una barba mal cuidada teñida de gris, mientras que David había perdido la lozanía de su piel. El único elemento que no había cambiado era el color azul cielo de sus ojos, que ahora estaban rodeados por arrugas profundas que agrietaban su piel… huellas imborrables, prueba de que la juventud se había alejado y el tiempo había hecho su parte.

Reunidos en aquel bullicioso café, recordaron sus aventuras de juventud, sus tiempos de soltería; los picnic cuando estrenaron sus familias, los primeros cumpleaños de sus hijos, los funerales de sus suegros, los aniversarios, bautizos y graduaciones. David comentó que su vida atormentada, necesitaba un descanso y había planificado tomarse un crucero trasatlántico para bajar la tensión que le agobiaba en aquellos días. En dicho viaje, atravesaría el atlántico desde el Caribe hasta Francia, luego se instalaría unos días en el continente, para regresar a casa 25 días más tarde. James, agobiado también por sus problemas personales, dijo que quería acompañarle. Sería una aventura, que sumarian a las tantas de su juventud, mejor ahora que ambos estaban retirados.

Con la confianza y la intimidad renovada de los viejos amigos, dicha aventura sería un reencuentro con sus propias raíces, un viaje de reconocimiento y una búsqueda personal para rescatar la juventud perdida, la alegría de los tiempos de libertad que fueron diluyéndose con el tedio de la rutina y el paso de los años. 

Cada uno avisó a su familia. Todos juzgaron la decisión de alocada y fuera de lugar. Pero a pesar de todas las protestas, ambos prepararon documentos y equipaje para lanzarse a la aventura solos. 

El viaje comenzó con retraso en el vuelo de salida. En el aeropuerto de Massachusetts, debieron esperar largo tiempo para embarcar, con lo que corrían el riesgo de llegar tarde al barco. La fiebre repentina regresó acompañada con una tos moderada, por lo que antes de salir, James preparó sus medicinas, recetas médicas y finalmente manidos con todo lo necesario, partieron.

Cuando llegaron al Barco, se les informo que hubo cambio en el itinerario. No pararían en Funchal, sino en Porto Santo en Madeira. David debió lidiar con los cambios en las excursiones de último minuto, siempre tan organizado, prefería planificar todo con tiempo; mientras James seguía tosiendo.

Durante los primeros días de navegación, los amigos aprovecharon para recordar antiguas aventuras; se rieron juntos a carcajadas, comieron, asistieron los shows juntos y pasaron al casino para divertirse, mientras coqueteaban con las chicas del Bar, recordando sus años mozos. David se tomó unos cocteles internacionales, James sus medicinas con agua mineral. La tos y la fiebre se negaban abandonarlo: iban y venían.

El quinto día del crucero, David despertó asustado en medio de la noche: James no paraba de toser, la fiebre seguía atacando y ahora tenía dificultad para respirar. David salió del cuarto, busco agua, medicinas y lo cuidó durante toda la noche hasta que se calmó la tos. James se negaba ir al Centro Medico. Ya pasaría aquello, era pasajero, declaró.

El día después, antes de llegar a Porto Santo, durante el día, la fiebre se calmó, la tos aminoró y ya le era más fácil respirar. David, que había pasado la noche en vela cuidando a su amigo, canceló sus planes para quedarse junto a James y cuidar su progreso. Le trajo comida, el jugo que pidió y hasta el café para evitarle mínimos esfuerzos. Varias veces se quejó que le faltaba el aire.

Esa noche otro ataque de tos, la respiración se hizo más difícil y James se quejaba de un dolor en el pecho. Preocupado, David pidió reservar vuelos de vuelta desde el próximo puerto para regresar a casa y cuidar mejor de su amigo. Los boletos fueron emitidos, las reservas confirmadas. David instaló a James en el Servicio Médico y pidió ayuda profesional.

Algo no estaba bien. El servicio médico recomendó que lo llevaran a un hospital externo para encontrar el diagnóstico preciso. Después de activadas las alarmas, el barco hizo todos los trámites para que James bajara en Porto Santo directo a un hospital, en la mañana temprano. Así fue. El plan era, salir del hospital directo al aeropuerto para regresar a casa lo más pronto posible.

Allá, en aquella camilla, James tuvo miedo. Estaba seguro que aquel plan no se cumpliría.

Mezcladas la angustia de los asuntos pendientes con la satisfacción del reencuentro con su amigo, sentía que se agotaba el tiempo. El aire, cada vez más pesado, se negaba a entrar en sus pulmones y con éste, la vida misma se le escapaba por la nariz y boca. En la emergencia fue atendido, David fue mandado al cuarto de al lado. James se aferró a la imagen de su amigo, no estaba sino él, David, quien había dejado su viaje, su sueño, su vergüenza, su pudor y orgullo de lado para acompañarlo y cuidarlo hasta el último minuto.

Los amigos están allí para eso mismo: para reír, para llorar, para darse apoyo, para dar soporte y aliento, para cuidarse, para festejar. Celebrar las victorias y llorar las derrotas, para celebrar los nacimientos y llorar las despedidas. Para darse apoyo y amor hasta que la muerte los separe y más allá. Son votos más fuertes que cualquier documento legal y existen para que, a pesar del tiempo y la distancia, sean respetados y valorados como el bien más preciado que la vida puede darnos. La amistad, definitivamente, no se acaba con la muerte.

30 minutos después de ingresado al Centro Medico en Porto Santo, una mañana fría de abril, sobre aquella camilla, con su amigo en el cuarto de al lado; junto con el aire de sus pulmones, la vida se le escapó y James dejó de existir, dejando a David devastado y con un gran peso encima: El de la amistad verdadera, que lo acompañará hasta el fin de sus días. 

En honor a James Breyare (QEPD)

Massachusetts, 25 de octubre de 1944 – Porto Santo, 5 de abril de 2016



Zadir Correa Vergara



Nota: Basado en hechos reales. El contenido de esta entrada es creación propia. Los hechos no fueron alterados, los pensamientos y el contenido personal de los personajes, sí.