¡SOY CLEPTÓMANA!

Ya no siento deseos de salir de casa, ni de reunirme con amigos, ni con mi familia y mucho menos si la invitación sugiere el traslado necesario a alguna de sus casas o apartamentos. Siento que mi problema está aislándome cada vez más de la gente que siempre he amado, de aquellos con los que siempre he contado y más aún, me hace pensar que cualquiera de mis nuevas relaciones estará marcada por ese estigma del cual no sé desprenderme y que finalmente he aceptado que vive dentro de mí: soy una cleptómana.

Desde que tengo uso de razón (muchos años a esta fecha) este extraño vicio vive conmigo. Recuerdo que cuando aún era una niña y me invitaban a la casa de mis amigas a jugar o a realizar las actividades escolares del momento, siempre me sentía muy emocionada. Al principio no entendía qué era lo que pasaba dentro de mí, pero con el pasar de los años fui haciéndome consciente de mi problema: ¡adoraba robarme las cosas! 

Dicha adoración era algo que me llenaba de energía y vitalidad, era como la gasolina que movía cada una de mis acciones, me producía una extrema descarga de adrenalina al principio que fue reduciéndose con los años. La única manera de generar mayor excitación era metiéndome en situaciones cada vez más arriesgadas, que me produjeran esa descarga infinita de placer momentáneo. Si me permiten la ligereza, debo calificarlo como un gran ORGASMO

Entendí con el tiempo que esas cosas sólo me producían un placer tan minúsculo mientras duraban, que comencé a verlo y ASIMILARLO como un problema. El único detalle es que no tengo idea de cómo detenerlo. Sé, en lo más profundo de mi ser, que sustraer esas cosas y que llevarme cualquier cosa por insignificante que parezca está mal y se asemeja al empleo de cualquier droga: tensión antes de probarla, una descarga de adrenalina indescriptible cuando la tomas y un sentimiento de vacío y de culpa insoportables cuando el efecto pasa.

Este último es el más difícil de soportar amigos, cuando era niña me llevaba los lápices de colores o los sacapuntas de mis amigas, ¡eso me emocionaba tanto!, pero cuando mi mamá me preguntó la primera vez de dónde los había sacado dije sin más que las había traído de la casa de mis amiguitas y me aleccionó de manera tal que temí volver hacerlo. Juré que jamás lo volvería hacer y que eso nunca iba ser motivo para que me castigara ni me levantara la mano. Mentí.

No sólo eso, sino que cuando me llevaba algo de casa de mis amigas, una vez en mi poder, cuando ya había saboreado el gusto de habérmelo traído, no sabía qué hacer con ello. Las primeras veces fui corriendo a devolverlas, pero con el tiempo, cuando la culpa, el ego y la sociedad fueron conceptos aprendidos  e incrustados en mi mente adolescente, opté por deshacerme de las cosas que me llevaba. Sí, las eliminaba, pensando que con ello quizás aliviaría el sentimiento de culpa que me invadía cuando el torrente de adrenalina pasaba y sólo dejaba mi alma desnuda y frágil con la evidencia de que aquello sólo me conduciría por un camino errado, que poco a poco fue fracturando mi entereza y mi personalidad hasta dejarme en pedazos ante mí misma. Me equivocaba, nunca alivió nada.

Nadie lo notaba y mucho menos nadie jamás pudiese sospechar que una niña de cuna dorada como yo, con unos padres pertenecientes a la más respetada aristocracia, con acciones en los clubes de mayor prestigio de este país, portadora de tarjetas de crédito doradas, platinos y negras y con amistades que ilustran a diario las frías páginas sociales de todos los diarios y revistas de la ciudad, pudiese llevar consigo a una ladrona empedernida por dentro y mucho menos que supiera disimularlo tan bien.

Nada de aquello me hacía falta. Siempre estuve acostumbrada a tenerlo todo y en cantidades, pero no era el valor monetario lo que buscaba sino el hecho de saborear y consumar mi “pequeño crimen” al llevarme cualquier cosa de cualquier parte. No importaba donde estuviera: en casa de mis amigas, en algún restaurant, en la sala de espera de mi odontólogo, en mi oficina: la idea era siempre llevarme algo, cualquier cosa.

Todo comenzaba con una especie de escalofrío que me subía por la espalda que inmediatamente me ponía en tensión, mis manos se tocaban una a la otra con insistencia como para espantar el frío que las invadía de repente, sudaba con insistencia: la frente, mi abdomen y la baja espalda. Era una sensación placentera después de todo porque sabía que lo siguiente me llenaría de placer: llevarme un betún para labios, un bolígrafo, una tortuguita de porcelana de algún centro de mesa, un cenicero de cristal de la fiesta de matrimonio, un estuche para guardar el teléfono, un par de lentes de sol, una toalla de algún hotel, los cubiertos finos del último restaurant donde comí o la billetera Louis Viutton que le quité a mi compañera de trabajo en la reunión de fin de año.

Algunas personas notaron lo que me sucedía, yo me excusaba con la torpe excusa de que “soy despistada y me lo llevé sin darme cuenta”. Fui conminada en varias oportunidades a devolver lo que me llevé. Eso golpeaba mi ego y me llevó a maquinar algunas maneras (mientras dormía) de perfeccionar las técnicas de sustracción. Por eso hoy escribo. Quiero aliviar mi culpa haciendo catarsis con ustedes, sé que eso me reconfortará unos días, que decir lo que hago puede ayudarme en mi proceso de los 12 pasos, como si fuera una alcohólica. Aceptando que tengo un problema como paso número uno, me ayudará seguramente a continuar por el sendero de los demás, diciendo que HOY NO ROBARÉ, hasta haberme curado.

Mucha gente se alejó de mí en el pasado por esto. Mis amigas dejaron de invitarme a sus fiestas porque “siempre se les perdía algo”. En mi trabajo, a pesar que mis referencias profesionales son inmaculadas, queda en algunos registros mi salida deshonrosa por causa de alguna "pérdida importante". Mi familia me aisló y hasta mi divorcio recientemente se llevó consigo a mis dos hijas. Estoy sola… y sin amigos.

No me llevo las cosas porque las necesite, ni porque me interesa el valor que tienen, no tengo necesidad de revender nada ni de exhibir cosas que no he comprado, no. Sólo lo hago por una necesidad de alivio, como cuando el boxeador golpea su pera para descargar su rabia, o el músico que interpreta su instrumento para llenar su vacío emocional o una persona con hambre come para saciar su apetito. Mi cuerpo me pide esa emoción y nunca he sabido decirle que no.

Me asaltan algunas dudas en todo este proceso, si bien es cierto que ser consciente del problema me ayuda a superar mi vicio, ¿qué haré cuando me dé la crisis de abstinencia y no tenga a mi lado a mis seres queridos para que me ayuden? ¿Valdrá la pena después de haber perdido a mis afectos el recuperarme de algo que lo único que hace es darme placer? ¿Será que hay recuperación posible después de haber vivido medio siglo con “eso” dentro de mí?

Honestamente no sé que hacer ¿Habrá manera de que alguien se robe mi vicio?

Zadir Correa

Ella y él

Su perfume natural te está embrujando desde mucho antes de venir al mundo. Te invadió por completo la existencia. Allí, en esa estancia calurosa y húmeda en la que te permitió desarrollarte por nueve meses te transmitió su amor, su cariño infinito y ese agradecimiento eterno que te tiene por permitirle alzarse con un rol social importantísimo que ha desarrollado y perfeccionado a lo largo de los últimos años: ser madre.

Tal vínculo afectivo, ese amor que durante algunos meses te prodigó con absoluta honestidad y ternura pasaste a vivirlo en tu día a día. Su cuidado y dedicación muy a pesar de las distintas tareas a las que debía someterse diariamente, no cesaban. Te transformaste sin saberlo en el motor de sus sueños, de sus anhelos, de su progreso, de su vida. Fue capaz de sortear cualquier situación sólo para que ni tu educación, ni tus sentimientos, ni tu alimentación, ni tu infancia se vieran afectadas por agente externo alguno.

No hubo tormentas, no existía el peligro, no había imposibles si la tarea final era darte tranquilidad, alimento y paz. Fue, es y será capaz de enfrentar la precariedad, la escasez, la súplica, el hambre e incluso la soledad carnal con tal de que tú estés bien. Se convirtió en tu abuela, tu tía, tu vigilante, tu confidente, tu maestra, tu ejemplo, tu himno, tu bandera y en tu amiga.

Ella buscó incansable, caminó horas bajo el sol y la lluvia, dejó sus proyectos personales, peleó con quien se le enfrentó, durmió poco o nada, trabajó y sudó como nadie por entregarte un poco de felicidad, de buenos momentos, de juegos de infancia, de ejemplos que te sirvieran para algo en la vida, de carácter, de sensibilidad para cuando estuvieras en edad de enfrentar el camino por ti solo. No quería que te sintieras orgulloso de ella, ni buscaba un reconocimiento especial, sólo quería hacer de ti un hombre de bien. Eso siempre te lo dijo.

No creas que lloraste solo cuando te dejó en la escuela aquel primer día, no. Ella con actitud guerrera y con temple de acero te sonrió y se dio la vuelta mientras tu pataleabas furioso, confundido porque no entendías las razones que te alejaban de aquel ser a quien habías visto desde el día uno de tu existencia. Ella también lloraba. Lloró como nunca y ese día postergó sus actividades para poder espiarte por la reja mientras te calmabas. Sus lágrimas se deslizaron tibias y desordenadas por sus mejillas y humedecieron la pared donde se recostó para que no la vieras. Nunca te lo dijo, pero esa mañana su maquillaje quedó impregnado de aquel pañuelo que te regaló varios años más tarde y que aún conservas al fondo de aquella gaveta, olvidado por el tiempo.
Ella sufrió cuando comenzaste a tener amistades, a socializar, a acudir a las fiestas de tus amigos y sufrió mucho cuando aquella tarde llegaste con la noticia de tu nueva relación con la vecina. No es que sea una suegra malhumorada, ni que no quiera que te relaciones, no. Siempre quiso lo mejor para ti. Temía perderte y lo más grave: perder tu amor.

No tienes idea de cómo sufrió esa noche de locura que decidiste no llegar a casa por quedarte con la vecina. Estabas enamorado, tenías en tu cuerpo y en tu corazón algo que nunca habías sentido. Aquella piel, aquel cabello, aquel olor nuevo hicieron que se te olvidara que ella también estaba allí. No quería ser melindrosa ni entrometida, ni tampoco tenía achaques, lo único que requería de ti era que la escucharas, que le dijeras aquello que siempre habías dicho antes y que ahora ni mencionabas. Quería que compartieras tu vida con ella como habías hecho siempre. No entendiste.
¿Acaso no recuerdas ya los juegos en aquel jardín que improvisó para ti? ¿Las veces que hizo las tareas escolares contigo? ¿Cuándo dejó de ir a trabajar para que prepararas tus exposiciones? ¿Cuándo te caíste del árbol y ella fue a tu auxilio para decirte que todo estaba bien? ¿No recuerdas tampoco el día de tu graduación? ¿Te contó ese día al salir (cuando fuiste corriendo a los brazos de la vecina) que había llorado tanto como aquel primer día en el kínder? ¿Recuerdas sus palabras aquella vez? ¿Recuerdas lo que le dijiste (o gritaste) cuando te fuiste definitivamente de casa a raíz de aquella discusión inútil?

Es tiempo. No dejes que sea tarde para demostrarle que estás allí. Dile a la que ahora es tu esposa que te acompañe. Esa cama fría donde está durmiendo sola la consume cada día. Sus pensamientos la atacan y le recriminan a diario que no supo hacer bien su trabajo. Cree erradamente que todo ese cariño que depositó en ti está perdido y que no valió la pena esforzarse tanto. Recuerda los sacrificios personales que hizo para poder dedicarte su vida. Ahora, llegando al final del camino se siente desamparada. 

Aprovecha que aún está allí!! Ve corriendo a contarle, como cuando lo hacías de niño, tus aventuras, tus conquistas, tus fracasos, tus sueños. Ella sabrá abrazarte con la fuerza y el calor necesarios para que vuelva a ti aquel perfume apaciguador que sentiste al nacer y la sensación de protección que sentiste guardado en su vientre desde el primer día de tu gestación.

A todas las madres y a sus hijos
Zadir Correa

¡17 Años!

Ese día 3 de septiembre de 1.993, estábamos agotando la última semana de vacaciones con los amigos de la cuadra, Juan entraba ese año en tercer año de bachillerato y yo en quinto. Yo había conseguido un empleo por las tardes en una muy poco agraciada y escandalosa venta de pollos fritos “Tipo Broaster” que era la sensación de la zona y que tenía el nada elegante nombre de “Deliciosos Pio Pio” (que por cierto era mi primer empleo formal en el que ganaba diez mil bolívares mensuales). Las radios sonaban el tema del momento: “Por estas calles”, interpretado por Yordano que daba vida a la más reciente telenovela de RCTV homónima en la que una Eva Marina asustada (Marialejandra Martín, cuyo nombre real en la novela era Eurídice Briceño) huía del famoso “Hombre de la Etiqueta” interpretado por Carlos Villamizar y en la que un Eudomar Santos (Franklin Virgüez) colocaba en boca de todos los venezolanos el tan recordado “Como vaya viniendo, vamos viendo”. Fue una tarde tranquila hasta que los lamentos de tu madre, que ya tenía 59 días de gestación, te trajo al mundo junto con tus cuatro hermanos en medio de un alboroto que ponía a toda la familia alerta por cuarta vez en sus 3 años de vida.

Te recuerdo pequeña, delicada, pataleando con fuerza e insistencia por chupar la leche de tu madre en esa pelea natural con tus hermanitos de parto. Todos estábamos fascinados. Cuando por fin ya estaban limpios y tu madre los dejaba solos, íbamos corriendo a contemplarte. Eras la única marrón claro y fuiste la última en salir del vientre. Tus hermanos crecían rápido y parecían mejor alimentados. Tu eras diferente, por ello nos quedamos contigo, tu pelo era la cosa más suave que uno pudiera tocar en la vida (eso te dio el nombre: Pelusa) y a pesar que tu dentadura inferior sobresalía un poco de la superior, eras el ser más hermoso que podíamos tener entre nuestros brazos y a nuestro lado en la cama.

Siempre fuiste una bendición. Te recuerdo cuando jugabas con nosotros, persiguiéndonos para mordernos, siempre desesperada y acelerada. También desde tu primer día odiabas estar patas arriba, por lo que luchabas con todas tus fuerzas para zafarte y volver al piso. Otra lucha contigo era a la hora de bañarte. Nunca pudimos hacerlo sin quedar totalmente mojados, por eso la hora de tu baño siempre fue un evento escandaloso y esperado. Por aquel entonces había dejado guardado en el baúl de los recuerdos lo que creía sería mi “primera novela”. Los manuscritos aún los conservo lejos del polvo del olvido.

Así fueron pasando los años, tú creciste y fuiste testigo presencial del nacimiento de tus nuevos hermanos en otros dos nuevos alumbramientos que trajeron consigo a la que te acompañaría por muchos años: Blanca, que fue producto del último embarazo de tu madre. Ambas recibieron de ella todo el amor que solo una madre puede dispensar: las limpiaba diariamente, aseándoles las orejas, las patas y sus hocicos, velaba porque amanecieran bien, las olfateaba para determinar a través de este amable gesto qué les acontecía y jugó muchos años con las dos, retozando juntas en el sol, persiguiendo pajaritos y gatos en el jardín y ladrando hasta altas horas de la noche porque una lagartija atrevida había irrumpido en su casa y no hallaban como sacarla.

Debe ser por eso que cuando su madre murió ambas se acurrucaban juntas como recordando sus gestos de amor, como protegiéndose la una a la otra, lamiéndose entre ustedes y dispensándose todo ese cariño tan puro y sincero que sólo ustedes son capaces de sentir. También a nosotros nos hizo mucha falta. La vieja de la casa se había ido y quedaban ustedes, tú de once y Blanca de ocho.

Sabes que siempre fueron las consentidas, en sus años mozos mordieron cuanto zapato se atravesó, cuando mueble adornó la sala, rompieron bolsas de basura y se cansaron de desenrollar el papel del baño para esparcirlo por toda la casa. Mamá nunca les reprochó nada y siempre las dejó hacer: Ustedes eran sus niñas consentidas, las quería como a las hijas que nunca pudo dar a luz y desde el primer día de su nacimiento veló por cada una de ustedes. Se desveló cuando les dio fiebre, se despertó de noche para acurrucarlas y aceptaba de buena manera que saltaran alegremente sobre ella en su cama haciendo que se desvelara para quedarse a disfrutar de su calor corporal y dormir cómodas.

Eran sus compañeras inseparables, sobretodo tú, que toda la vida había estado a su lado. Por eso cuando aquel fatídico 13 de Julio de 2006 aquel desconocido te secuestró en el parque cuando paseábamos bajo mi responsabilidad, me sentí morir. Te busqué incansablemente por varias horas con Blanca en mis brazos con un indeseable sentimiento de culpa que me anegaba los ojos acusándome por mi torpeza y por mi inegligencia. Ya tenías trece años y siempre habías sido curiosa, incansable, insistente y sobretodo terca. No me di cuenta de que te habías alejado demasiado y te perdí. No tenía cara para presentarle a mamá, di vueltas y grité tu nombre por todo el parque hasta que cansado regresé atribulado a casa. Apenas entré mamá preguntó por ti. Con mi cara escondida y nublada por la desesperación, en lo que fue apenas un hilo de voz dije torpemente: “No encuentro a Pelusa”.

Salimos a buscarte los dos, gritamos tu nombre, caminamos sin descanso por un parque que de pronto fue invadido por un manto oscuro que se avalanzó sobre nosotros, sin ningún resultado. Coloqué avisos por toda la zona para que me ayudaran a buscarte y aparecieron varias personas que apostaban haberte visto o que te tenían. Falsas alarmas. Mi culpa crecía con cada nueva falsa alarma… Un día encendí una vela por ti y coloqué tu foto detrás de ella rogando que aparecieras y lo único que sucedió fue que la foto cayó sobre la vela y casi se desvanece. La salvamos a tiempo: Solo quedó tu cara. Pensamos que fue un mensaje y lloramos tu muerte esa vez.

Nunca pensaba yo que aquel 11 de Junio de 2.007 cuando habían pasado once meses y 28 días de tu desaparición, iba a recibir aquella noticia. Mamá pasaba por una calle y se asomó a un patio. Preguntó por esa perrita triste que veía acurrucada en un rincón y le contestaron que la misma había aparecido en esos días, que ellos no eran los dueños. ¡Eras tú!

Te trajo a casa pero estabas cambiada, cumplirías catorce años el próximo mes de septiembre. Estabas como envejecida, con la mirada lacónica y triste, te faltaba la punta de tu cola frondosa. A mamá le dolió mucho que no la reconocieras, pero con todo su amor te trajo de vuelta para reencontrarte con tu hermanita Blanca quien te recibió de muy buena gana consintiéndote y permitiendo que recuperaras tu espacio. Pensábamos que habías regresado solo para “morir en tu casa”. No fue así, al menos no en ese momento.

Cuando tuvimos que operarte también fue duro. Estabas muy avanzada en edad y según el Doctor Orlando “había que operarte a todo riesgo”. Pero saliste airosa. Siempre intempestiva como siempre, cuando apenas despertaste de la anestesia comenzaste a correr torpemente por la casa desesperada por recuperar tu vida. Con los días volviste a ser la misma de joven, tu pelo recuperó el brillo de tus años mozos, corrías de un lado a otro, te resistías al baño y cuando terminaba de enjuagarte salías corriendo a retozar por todas partes mojando todo. No importaba. Eso nos llenaba de vida, nos reíamos, inyectabas adrenalina a nuestras vidas monótonas y aburridas, hacías que los silencios no fueran tan largos, que las mañanas tuvieran una razón de ser y que la llegada a casa después de una larga jornada de trabajo quedara olvidada con el vaivén cada vez más torpe de tu cola aún frondosa.

Luego se fue Blanca. Tú estuviste también allí con ella. Siempre fue la niña débil de la camada y la más pequeña. Sabemos que su partida aceleró tu envejecimiento. Ya no tenías rastros de tu pequeño pasado contigo, empezaste a ponerte exigente con la comida y ahora dormías menos y caminabas más. Pero a pesar de todo seguías allí, dura y terca. Siempre con un gesto de amor, un movimiento torpe de tu colita era un motivo de celebración y algo que yo agradecía en el alma. No imaginas cuanto. Tu silente compañía era lo más hermoso que podía ocurrirme. Tomé para mí el adagio popular que reza: “mientras más conozco a las personas, más quiero a mi perro”

Por eso te extrañaré siempre, por eso serás la parte inolvidable de nuestra vida. Gracias por acompañarnos en todo momento, en la enfermedad, en la alegría, en las navidades, en los años nuevos. Quiero agradecerte que me acompañaras y me regalaras tu amor desinteresadamente, deseo agradecerte que cuando aquella Neumonía amenazó con llevarme consigo hace un año, estuvieras conmigo allí, que cuando pasaba las noches en vela programando mi viaje o leyendo un libro, te acostaras a mi lado para hacerme compañía o para vigilar mis noches de insomnio, también quiero agradecerte y jamás olvidaré el último año nuevo que pasamos juntos en casa. Yo no quise dejarte sola y tú fuiste la mejor compañía. La pasamos los dos solitos, juntos. Gracias por darme ese cariño, quiero confesarte que te adoro y que adonde quiera que vaya siempre irás conmigo.

Los últimos momentos fueron muy duros y sabemos que necesitabas alivio. Hubiese sigo egoísta de nuestra parte pedirte que te quedaras cuando hacerlo te producía tanto dolor. Ahora descansas tranquila. Ve acompañar a Blanca, a Muñeca, a Polita y a Canito. Ustedes serán siempre referencia obligada cuando tengamos que tomar mano de algún recuerdo bonito o curioso de nuestro pasado. Todos los que cobijo celosamente en mi mente tienen algo que ver con ustedes. Ahora les toca vigilarnos desde su cielo. Quiero agradecerte sobretodo a ti mi Pelusa, por ser parte de nuestras vidas y por llenarnos de satisfacciones, alegrías, regocijos y lágrimas estos últimos 17 años.



Pelusa
3 Septiembre de 1.993 – 22 de Mayo de 2.011
Descansa en Paz

Zadir Correa

36 Días

¿Cómo comenzar una historia que no deseas terminar jamás? ¿Cómo decodificar cada sensación y cada emoción en palabras para hacerlas públicas en un blog? ¿Cómo no escribir con añoranza sabiendo que cada minuto vivido en esa otra latitud dejó una huella única en cada uno de tus sentidos y que llevarás contigo por siempre? ¿Cómo plasmar la experiencia de 36 días en un texto de varios párrafos cortos? Muchas preguntas que nos llevan a una sola conclusión y a una sola respuesta: Hay que volver.

Cuando planificas algo con tanto tiempo, confiando en la Ley de la Atracción la tarea de hacértelo realidad, nunca imaginas que todo puede sencillamente superar con creces cualquier expectativa que se genere en el camino. Muchas veces recorrí aquella tierra gracias a las experiencias ajenas, a las fotos de sus fans, gracias la tecnología, la misma tecnología que me permite ahora compartir estas líneas, pero estaba muy lejos de pensar que la experiencia en vivo fuera realmente tan abrumadora e impactante.

Cada vez que llegaba a un lugar que ya había visto desde el espacio virtual, sentía una conexión energética tan fuerte que mis ojos se llenaban de lágrimas. Unas lágrimas bondadosas de agradecimiento que me permitían compartir al menos con mis pensamientos el profundo agradecimiento que sentía por tener la oportunidad de haberme lanzado a esa aventura inolvidable y solitaria. Pero solitaria sólo en lo físico, porque cuando me emocionaba me reía o lloraba, miraba al cielo para compartir con el Universo la inmensa dicha de haber estado allá. Solitaria pero sin saber que en la distancia, más de doce mil kilómetros hacia el poniente, mucha gente estaba allí también conmigo, caminando a mi lado en aquella búsqueda de mis raíces y mis orígenes que me había llevado allí.

Sentí en carne propia que el profundo respeto a Dios, al mismo al que acá en Occidente le rezamos, hacía de esa tierra maravillosa un verdadero Paraíso. Compartí con gente que vive con una premisa básica en sus vidas: El respeto y la abnegación religiosa. Los de allá ven la vida desde otra perspectiva, desde una óptica más tradicionalista. Se entregan a las sagradas escrituras del Corán, rinden un culto incansable a un solo y único Dios (Allah) y a su profeta Mohamed. Y aquello se contagia.

Pensar que en todo el mundo las distintas religiones han dividido a su gente, se han colocado fronteras absurdas y límites inexistentes naturalmente que sólo nos separan cada vez más. Pero a pesar de todo, a pesar de que en teoría los occidentales y los del Medio Oriente no puedan llegar a acuerdos y que vivan en una eterna batalla por hacer valer sus puntos de vista, existe la posibilidad de que todos converjan y de que compartan sus conocimientos filosóficos y religiosos hasta llegar a entenderlos y, más aún, existe un lugar en el planeta donde incluso pueden compartir una misma mesa sin agredirse y sin prometerse los unos a los otros matarse por ello: Dubai.

Caminar por sus calles y respirar su aire salado (por la cercanía del Golfo Pérsico), dulce a la vez (por la inmensa cantidad de lirios sembrados en el desierto) y picante (por la gastronomía tan condimentada a la que están acostumbrados) FUE SENCILLAMENTE FANTÁSTICO. Entiendes que el Mundo es como diría el escritor Peruano Ciro Alegría: Ancho y Ajeno… que cabemos todos en él y que es posible llegar a convivir pacíficamente no importando cual sea el Dios al cual le rindas culto, llámese Alá, Yavé, Ganesh, Shiva, Krishna o cualquier otro.

Si el sistema de gobierno te ayuda, invierte en educación, en infraestructuras, se abre al mundo y permite que puedas ver todo lo que éste contiene, se puede lograr. Todo bajo una premisa básica: EL RESPETO. En Dubai puedes ser testigo de todo esto, puedes respirar en las calles el progreso, el auge, los adelantos tecnológicos, el dinero bien invertido y también la tradición, las costumbres, la comida y el elemento más importante: La religión.

Los emiratíes viven todos sus días con TEMOR A DIOS. Pero un temor auténtico, no relajado como aquí en occidente ni tampoco extremo como en Afganistán, Arabia Saudí o Israel. Un temor real, puro y sano a la vez. Hablan contigo en las calles, te saludan, te agradecen que vayas a su país y son espléndidos con sus invitados. Te tratan como un príncipe y te explican su forma de adorar a Dios para que los entiendas. No te obligan a nada. Si quieres escuchar bien, si no, se cambia el tema o escuchan música… lo que tú quieras…

Evidentemente las construcciones, los grandes y fabulosos centros comerciales y las maravillas que han creado (como Palm Jumeirah, la Burj Khalifa, el Dubai Metro o el Burj Al Arab) son impactantes, el cuidado en los detalles de cada uno, lo cronometrado, la precisión métrica y lo opulento de los acabados dejan a más de uno sin aliento, pero más allá de eso, más allá de sus carros costosos, de que han prácticamente fabricado todas las playas con las que cuentan, de lo verde de sus jardines y lo inmenso de sus parques, hay un elemento que no falta en ninguna parte: DIOS.

Es eso lo que los hace diferentes, es eso lo que los hace inigualables, es eso lo que los hace ser amados por unos y odiados por otros, es eso lo que les permite dejarse tocar el alma, es eso que hace que te enamores a la primera, es por eso que cuando vas no quieres volver. Fueron sólo 36 días que definitivamente transformaron mi vida para siempre.

Y mi experiencia tocó su parte más alta cuando visité la Sheikh Zayed Big Mosque en Abu Dhabi. Es la segunda mezquita más grande del mundo (La primera es la Meca, en Arabia Saudita). Una mezquita que puede ser fácilmente divisada desde el espacio exterior. Está construida en su totalidad en un impecable mármol blanco, los detalles de colores grabados en el patio central y en las paredes de la sala previa al salón de oración son en mármol también. Cuenta con 57 cúpulas todas ellas acabadas con la famosa media luna que identifica la religión elaborada en Oro puro. Aparte de eso, toda la serie de columnas internas que también están construidas en mármol y que emulan plantas de palma acaban en su parte superior también en unas hojas de oro 24 quilates. En la parte externa tiene 16 columnas que rodean toda la estructura que durante la noche encienden su luz y dan a la mezquita un color azul que eriza la piel.

Pero si toda la parte externa te produce estupefacción por lo elaborado y opulento de sus detalles, sólo debes esperar hasta entrar al salón principal. El mismo es un sitio donde no está permitido entrar calzado. Cuenta con una alfombra que cubre todo el espacio y todos los detalles son perfectamente cuidados, los labrados de las paredes, de las cúpulas, de las lámparas y algo que jamás he sentido en ninguna parte donde he entrado: Una profunda paz que te conecta con tu yo interno, en ese momento abandonas tu ego y eres tú. Tú con Dios.

Una vez sentado frente a la pared que tiene el nombre de Allah sientes que estás en una dimensión paralela, que el tiempo se ha detenido y que algo EXTREMAMENTE superior está allí a tu lado, cubriéndote, protegiéndote. Entiendes que si no visitabas este reciento el viaje estaría perdido en su totalidad, que la única señal de que esa tierra te acepta realmente la ibas a sentir sólo allí. Así fue. Supongo que lo mismo debes sentir cuando visitas la Capilla Sixtina en el Vaticano, recuerden que estamos hablando del mismo Dios.

El catolicismo, el Judaísmo y muchas otras vertientes religiosas que tienen como Supremo al mismo ser celestial hoy están en guerra y ninguno de ellos sabe bien cómo explicar el por qué. Es así y punto. Así fuimos enseñados en casa. Los del norte no quieren a los del sur, los del extremo este no quieren a los del oeste y así vamos. El mundo nuestro está lleno de eso: Un odio irracional que solo nos hace daño.

Si tan solo aceptáramos al otro, si tan solo escucháramos al otro, si tan solo pudiéramos ponernos en sus zapatos y entender su forma de ser felices, otra sería la historia del mundo. Simplemente nos nutriríamos de las distintas culturas del planeta, entenderíamos por qué los hindúes tienen tantos dioses, por qué comen tan picante, por qué usan las mujeres el sari y por qué los Sijs se dejan crecer el cabello y la barba hasta morir. Entenderíamos por qué los árabes consideran “Haram” tomar alcohol y por qué sus mujeres son sólo para la casa. Entenderíamos por qué en su momento todos han tratado de adueñarse del mundo (Romanos, Moros, Bizantinos, Hitler) y el por qué de las caídas de esos grandes Imperios. Entenderíamos también por qué los Judíos con su Torá tienen tanto armamento nuclear y por qué hay tantos terremotos en Japón. Seguro entenderíamos también que aún hay imperios vivos que desean apoderarse del mundo entero y de por qué muchos intentos de revelarse a ello fracasan en su lucha. Entenderíamos por qué el Papa oculta a sus obispos corruptos y a lo mejor entenderíamos también el misterio que encierran las Pirámides de Egipto (Keops, Kefrén y Micerinos), las de México, La fortaleza de Sacsahuamán, El Machu Pichu, Stonehenge y las líneas de Nazca.

Zadir Correa

El Guamito

Llegar allí fue desde el primer momento, una bendición. El universo se había confabulado perfectamente para que sólo aquellos que debían acudir estuviésemos ahí. La bienvenida que la naturaleza casi virgen del lugar nos brindó fue algo sensacional, las hojas verdes ondeaban sigilosamente al ritmo acompasado del viento quien a su vez soplaba suavemente una brisa cálida sobre nuestros rostros, certificando con ello su aprobación y dándonos a su vez el permiso para invadir terrenos que ninguno de nosotros había pisado y que desde ya nos advertía acerca de la maravillosa experiencia que estaba a punto de desarrollarse ante nuestras almas contaminadas y nuestros ojos atónitos.

Era satisfactorio ver como las caras de los pobladores se llenaban de luz al recibirnos y notar el brillo exagerado de la vegetación, los animales y la tierra misma cuando descendimos de nuestro transporte al destino escogido. Sabíamos en nuestro fuero interior que aquella sería una experiencia que jamás olvidaríamos. Estoy seguro que no fui el único que así lo sintió.

Nuestra intención desde el primer momento era pasar un fin de semana fuera de la rutina y la vorágine de una ciudad abrasiva, cruel y despiadada, aliviando nuestras cargas negativas y permitiendo que ese contacto con la naturaleza viva nos devolviese la calma y tranquilidad que nuestro espíritu pide a gritos cuando estamos sumergidos en esta locura que nosotros los hombres creamos para “vivir mejor”.

La tarea primera era escribir para posteriormente quemar aquello que nos aquejaba y que no nos dejaba desarrollarnos y crecer como seres individuales y por supuesto en sociedad. Fuimos testigos durante aquella quema de falsedades, de energías negativas, de problemas de salud, de vecinos insidiosos, de enemigos abiertamente declarados y también de aquellos ocultos, como algunas de esas energías luchaban por quedarse con su dueño, como se resistían a despegarse de aquellos a quienes pertenecía, para luego ver como luchaba contra aquel fuego abrazador hasta fenecer y transformarse en cenizas… cenizas que con el viento fueron esparcidas, ya sin fuerzas, por aquel campo desnudo para servir como abono esperanzador para nuevas formas de vida. Todo bajo la vigilia permanente de una luna llena que no perdía detalle y que nos asistió en complicidad con las estrellas, alumbrando el camino de retorno una vez extinto el fuego.

Las llamas inclementes habían hecho su labor y tocaba ahora limpiar con agua el sucio externo y el interno. Esa fue la siguiente tarea. La naturaleza bondadosa nos permitió cobijarnos en su interior, refugiarnos bajo sus sombras vírgenes para finalmente concedernos la bendición de limpiarnos dentro de sus inmaculadas y puras aguas. Hacer aquello con el permiso y la vigilia en este caso del sol terminó de quitarnos de encima las cargas negativas que llevábamos como sacos a cuestas. Tanto con el fuego como con el agua nos tocaba solicitar al universo aquello que deseábamos profunda y fervientemente, desprendiéndonos de esos elementos innecesarios en nuestras vidas para atraer en armonía perfecta para nosotros, nuestros más ansiados anhelos. Así hicimos.

El contacto con la tierra también lo experimentamos, esa sensación real de desconexión con lo material y de profunda conexión con lo misterioso y enigmático del universo. Entender que cada uno de nosotros estaba allí por una razón era fundamental. Cada uno aportaría al otro un pedacito de lección que deberá ser analizada por cada quien internamente. El asunto requiere un análisis más intrínseco, más personal que superficial. Es justo y necesario.

La luna fue testigo también de nuestra invocación profunda al amor y de la activación de aquellos campos planetarios que más nos impactan en la vida. Bajo su manto y detallando al conejo que la misma cobija nos conectamos con nuestro amor verdadero, con el amor a nuestros seres queridos, el amor a nuestra familia, a nuestros vecinos, a nuestra pareja. Le pedimos que nos acercara a situaciones amorosas reales, duraderas y dibujamos entre las constelaciones de Orión y Escorpión nuestro mapa de la felicidad personal escoltados por una corte de arcángeles quienes vigilaban de cerca y otorgaban el ejecútese a cada solicitud. Fue un momento sublime, íntimo y mágico. Las nubes decidieron dejarnos a solas con nuestro satélite natural para que tuviésemos una conversación diáfana y directa. Fue realmente DIVINO.

Después de aquella limpieza de alma y de sentir nuestro campo áurico brillar a nuestro alrededor, tocaba nuevamente pedir permiso, pero ahora para partir. Dejábamos en aquel campo noble, que ha sido hogar de tantos seres vivos a lo largo de su existencia, que ha sido testigo callado de la reproducción de sus especies animales, de amores furtivos escondidos entre sus matorrales, de las lluvias cariñosas que los bañaban, de la interrupción del ciclo evolutivo natural, del afán de unos por estar encima de otros, nuestras miserias humanas, aquellas que en nuestro camino fuimos recogiendo sin responsabilidad y que ahora eran abandonadas en ese aliviadero que las purificaría y transmutaría en energías positivas, sabiamente recicladas y reaprovechadas en esa tierra santa.

Abandonar aquel espacio sagrado y dejar en él todo ese desperdicio energético me produjo particularmente un vacío repentino que me hizo brotar lágrimas. Lágrimas de alegría, porque estaba consiente que ahora llegaría cambiado a mi ciudad, que tenía un peso menos encima y que muchas de las situaciones que en su momento me produjeron miedo o desasosiego ya no estaban dentro de mí, formaban parte de un pasado cercano, pero cada minuto más lejano que ya no necesitaba y que permitiría que mis anhelos más profundos y mis sueños más descabellados se hicieran realidad. Las lágrimas eran también de agradecimiento, a esta tierra, a esa oportunidad única e irrepetible, a la naturaleza bondadosa que nos dio cobijo, a las estrellas que furtivamente nos espiaban, a la luna cómplice de todo, a los participantes todos, a Almike y Eva que permitieron mi presencia allí, a María Elsa por su dulzura, a Betzaida y a Luis Enrique quienes nos trataron como reyes, a Dios y a nuestro UNIVERSO que es infinito, perfecto y que todo lo contiene. Muchísimas gracias.

Zadir Correa

خلدون (Inmortal)

La promesa finalmente se cumplía. Después de haber planificado ese viaje con tanto ahínco y cariño, luego de dedicarme a hurgar en los detalles más pequeños acerca de esta nueva ciudad, de sus costumbres, de su idioma, de esta gente y sus creencias, de su manera de comer, vestir, de hablar, de crecer y de vivir, por fin me embarcaba en aquel recorrido de más de doce mil kilómetros, en cuya trayectoria tendría la oportunidad de poner en práctica las distintas lenguas a las que me dediqué aprender en esa tierra maravillosa, cálida, que me cobijó por tanto tiempo, que me hizo conocer el calor de un hogar y me llenó de conocimiento y experiencia. Allí aprendí a trabajar, a ser amigo, a estrechar la mano de alguien, a comer, a darle valor a un buen café recién colado, a amar sin condición, a abrazar con auténtico afecto. Esa tierra me dio la oportunidad de dejar mi huella en personas que considero importantes para mí, de enseñar parte de lo que había aprendido a lo largo de mi camino y sobretodo me dio la sabiduría de valorar todo el conjunto.

Le doy valor a cada minuto vivido allá. Agradezco profundamente cada playa recorrida, cada montaña escalada, cada amanecer o atardecer, cada gesto de cariño de todos aquellos con quien compartí momentos que se imprimieron con tinta indeleble en mi alma errante. Sí, errante… siempre supe que había algo que no encajaba del todo, por ello estuve tantos años buscándolo: en cada idioma que estudié, en cada experiencia de trabajo, en cada persona que se atravesó en mi camino, en cada universidad que pisé y en cada estudio realizado. Busqué en cada esquina, pero simplemente no estaba allí.

Mucho antes de realizar el viaje, una voz interna me decía que había un horizonte distinto por conquistar, un nuevo mapa que trazar y una nueva vida que descubrir fuera de aquellas fronteras.

Toda la experiencia ganada no era suficiente, me faltaba algo.

Fue por esto que en cuanto pisé esta nueva tierra, que a pesar de estar ubicada en el mismo planeta, que pertenecía a la misma galaxia y que cada día era bañada por el mismo sol que allá en el Caribe bronceó mi piel y me regaló muchos de los mejores momentos de mi vida, lo supe con certeza: yo pertenecía a ella.

Esta ciudad me abrió sus puertas de par en par, transitar por sus calles era tan familiar como si la hubiese recorrido muchas veces antes (estoy seguro que lo hice, no sé si en sueños o en otra vida), cada fachada, cada edificio, cada jardín, cada persona, cada sonrisa. No necesitaba ayuda para orientarme y nunca me perdí.

Durante mi recorrido de venida, en las distintas escalas que hice, los idiomas que acaricié en dicha ruta, todo era parte de esa sensación de bienestar y desconcierto a la vez que te deja un “Dejá Vu”. Mi vecino francés que llamaba a la “Mademoiselle” para ordenar un café o la italiana cansada que peleaba con su hijo “Stai zitto Franco, voglio dormire”.

Cuando pisé Amsterdam sucedió igual. Los parlantes anunciaban las salidas y llegadas de sus vuelos en distintos idiomas, según la aerolínea, al final sonaban también en inglés y holandés.

En los amplios pasillos del aeropuerto y los Duty Free escuchaba retazos de conversaciones en distintas lenguas: “dov’é il bagno” por un lado, o un “je veux ce parfum” por otro. Alguien explicando “this is the cheepest one” o al par de alemanes que contaban sus maletas: “eins, zwei, drei, vier”.

Al pisar esta tierra sentí una fuerte conexión energética con ella, fue una sensación cálida, de bienvenida, como si hubiese estado esperándome hace tiempo, como un fuerte abrazo. Me brotaron las lágrimas. No de añoranza sino de felicidad, parecía que me reclamaba “¿por qué tardaste tanto?”. Sólo pude pensar en estas palabras: El tiempo de Dios es perfecto y enjugué mis lágrimas.

Desde el principio conocía cada rincón de esta ciudad, desde sus suburbios hasta su zona elegante. Sus costumbres, su gente eran parte de mí. El calor que siempre me aturdía en otras latitudes no me molestaba, como tampoco lo hacía su permanente olor a salitre, a mar. Me acostumbré a leer de derecha a izquierda.

Aquí recordé las palabras de mi amiga Adriana quien me vaticinó en una oportunidad “allá vas a estar bien desde el principio, luego irás creciendo y migrando a otro ambiente. Tienes algo que a ellos les falta y explotarlo será la clave de tu éxito”. Nada más verídico. Cuando eso comenzó a suceder no me sorprendí, así debía ser, estaba escrito: MAKTUB.

Ahora estando aquí, con ánimos renovados cada día, continúo este recorrido maravilloso por este planeta como siempre lo hice. Ahora estoy aprendiendo mi séptimo idioma, mantengo comunicación con toda mi gente por allá y le doy mucho más valor a todos los seres que poblaron mi pasado, a los que me acompañan en mi presente y a los que faltan en el futuro. Sigo dando sentido a mi existencia dejando huella en mis semejantes, impactando en su vida de una manera u otra y también aprendiendo de sus experiencias para nutrirme cada día.

Ahora me acompaña una persona maravillosa que decidió hacer de mi vida la suya y que me llena de regocijo, paz y felicidad con su amor y su ternura.

Sigo haciéndome promesas como aquella del viaje. Estoy más que convencido que con fuerza de voluntad, constancia, disciplina y mucho amor podemos alcanzar cada meta que nos coloquemos de frente. En este mundo no podemos conformarnos con ser uno más, ¡no! Hay que dejar huellas, rastros, ejemplos, algo que los demás puedan seguir en forma segura, no como Hansel y Gretel que se perdieron al regresar por su camino hecho de pan que las aves se comieron. Las marcas deben ser indelebles, como cicatrices que nos recuerden el sacrificio realizado, eso nos ayudará a ser mejores amigos, mejores vecinos, mejores hijos, mejores ciudadanos, trabajadores, en fin, mejores seres humanos.

Nuestro ejemplo debe llevar a que el resto del mundo sea mejor, que nazcan nuevas almas, que se edifiquen nuevos seres que basen sus conciencias en el respeto a los valores universales, en la convivencia, en la paz y de esa manera nuestro paso por este mundo tenga sentido para nosotros y los que nos rodean, dejando un legado vigente, permanente… inmortal. خلدون (Inshalla).
Zadir Correa

Sofía (I Parte)

Tengo 19 años. Mamá dice que toda la vida he sido muy susceptible de contraer alguna enfermedad o alergia. Es por eso que los antihistamínicos, los antialérgicos, las pomadas para los dolores musculares, las pastillas para cualquier cosa, los jabones antibacteriales, las bombonas de oxígeno, los inhaladores, el algodón, las gasas, así como los multivitamínicos han sido parte de mi vida desde que tengo uso de razón.

Siempre recuerdo a mamá, quien tiene ya 60, muy dedicada a mi cuidado. Se lo agradezco. Todo esto comenzó muy temprano. Es de las que se dedicó enteramente a amamantarme porque según todos los estudios que había encontrado, la leche de la madre contiene muchos más nutrientes que ninguna otra leche. Tengo entendido que la misma debe ser realizada sólo los primeros seis meses de manera exclusiva. Ella lo hizo por mis primeros diez y luego alternó algunos otros alimentos hasta los tres, cuando finalmente me “destetó” porque ya no producía más. Era obvio, tenía cuarenta y cuatro.

Para tener contacto conmigo, cualquier persona que se acercaba a casa debía pasar por una minuciosa rutina de “desinfección”. Todos debían dejar los zapatos en la entrada y lavarse las manos con jabón y alcohol (ya más recientemente el tan práctico jabón antibacterial (que demás está mencionar, compraba por galones). Mis recuerdos de aquella infancia se reducen al olor a alcohol y a pino con que desinfectaba religiosamente los pisos, paredes y baños de toda la casa a diario.

Cuando me inscribió en la escuela, ella recuerda casi con terror que ese primer día llegué a casa con las manos “renegridas” de tanta mugre en las uñas, por lo que me sometió a un intenso baño por espacio de dos horas, durante las cuales se armó con un cepillo pequeño y una esponja de fregar para eliminar cualquier rastro de aquella suciedad, aparte del shock que le causó el hecho de que, revisando mi cabello liso y perfectamente cuidado se encontró con una liendre.

Aquello fue el detonante para lo que vino después. Ella se volvió una bestia salvaje para defenderme de aquella invasión (por lo de la liendre en mi cabeza) y de aquel descuido inhumano del que fui víctima en mi primer día de clases. Era pre-escolar. Tenía 3 años y medio.

Mamá me ha dado todo lo que necesito en la vida, es verdad, mis vacaciones en Walt Disney, Orlando, mis clases privadas de idiomas (inglés, francés, latín y alemán), mis clases de Piano con la profesora Bracchi, a través de la cual conocí la novena sinfonía de Beethoven y aprendí a tocar la “Ballade pour Adeline” de Richard Clayderman, sin mencionar que conozco de principio a fin la biografía de Mozart, Bach, Chopin y Tchaikovski con todas sus obras maestras (por cierto, mis preferidas son El Lago de los Cisnes y El Cascanueces, de éste último)

También me dio siempre todo el amor que una madre puede dispensar a una hija, al punto de acompañarme a cada una de mis actividades escolares (era la única madre que siempre estaba presente en todo momento). Incluso, después de mi nacimiento, renunció a la empresa de asesoría en la que ejercía su profesión de abogado en la que estuvo trabajando desde hacía diecinueve años, sólo para dedicarse enteramente a mí. Recuerdo que en más de una oportunidad discutió con alguna profesora por la manera en que impartía sus clases. Entraba en cualquier momento a la escuela y se agazapaba detrás de las puertas a espiar a las maestras y profesoras. Se dedicaba a escrutar con extrema minuciosidad los métodos de enseñanza de aquellas, a quienes en más de una oportunidad trató con desdén. También logró que muchas fueran despedidas.

Evidentemente estudié en un Colegio de formación católica desde muy temprano. Incluso pensé que terminaría siendo una monja. Después de la graduación en un colegio como aquel, en el que nunca compartimos con varones, mis únicas oportunidades eran hacer los votos o enamorarme de una de mis compañeras (como sucedía a menudo). No fue mi caso ninguno de los dos, afortunadamente.

Mamá me ha acompañado en cada paso que he dado en este mundo en mis 19 años. Sus cuidados extremos tenían justificación (al menos eso creo), si no, ¿como se explica que cada vez que salía de casa, volvía resfriada o con un ataque de asma? Mis tías y mis primos me veían con lástima siempre porque era la más débil de todos, delgada y sin fuerzas. Mi tía Cecilia solía decir de mí: “no tiene carne ni para una empanada”. Nunca salía de casa a relacionarme con nadie, no fui a fiestas nunca porque el olor a polvo y el contacto con él me daban alergia, no podía jugar en el patio, no tuve mascotas ni peluches y en navidad nada de pólvora o fuegos artificiales (mamá los detestaba, ella también es alérgica).

Además no permitía que manipulara nada que no fuese previamente desinfectado o esterilizado, mi piel ha sido la más limpia de todas y su color es de un pálido fantasmal porque mamá no me dejaba asolearme, según ella eso también me hacía daño. El mar lo he acariciado muy pocas veces porque cuando tenía siete me zambullí atropelladamente apenas llegamos al balneario, lo que produjo que tragara agua. El viaje se terminó sin siquiera comenzar. Me llevó a una clínica a que me lavaran el estómago y durante los próximos ocho años no la volví a pisar. Cuando lo hice después de tanto tiempo, la arena, el sol y el contacto con el agua me produjeron ampollas en todo el cuerpo y ahora le tengo cierta aversión.

En mi juventud siempre fui limitada a todo. Mamá no me permitía comer dulces, atragantarme de cotufas o saborear un delicioso helado de chocolate. Si no me hacía daño o me producía alergia, entonces me engordaba. Todo era malo.

Fui muy mimada, todos mis trabajos escolares merecían una premio: un vestido nuevo, un juguete que estuviera de moda o un viaje fuera del país en mis próximas vacaciones. Mis notas en la escuela y en los distintos cursos siempre fueron altísimas, pero mi vida privada siempre ha sido triste. No he podido hasta ahora disfrutar de una “piscinada” con mis amigos contemporáneos (de hecho no conservo ninguno), jamás fui a una excursión lejos de casa, no me permitieron jugar con los otros niños del edificio en las áreas sociales del conjunto donde vivo (según mamá todo era muy sucio, estaba contaminado y me haría daño), jamás pude darme un verdadero baño de playa, me bañé muchas veces, pero en una piscina siempre bajo el ojo justiciero de mamá, que no me dejaba adentrarme más de dos metros porque “era peligroso”.

Mamá controlaba todo. Mi forma de vestir, mi calzado, mis carteras, mis cuadernos y hasta mi forma de peinarme. Nunca olvidaré aquel día en que me dijo, “vamos a la peluquería, que te tengo una sorpresa”. Yo cumplía 16 años y la sorpresa es que se había confabulado con la peluquera para hacerme el corte de “Amelie” y para colmo se llevó su cámara fotográfica. Tengo un álbum en casa con cincuenta fotos que retratan todo el proceso. ¡Cosa más ridícula!

Mamá ahora está enferma, ya casi no ve por la avanzada catarata que la aqueja hace años y escucha con dificultad. A pesar de mi corta edad, me aterra salir de mi “vida bonita” y enfrentarme a la de verdad, esa que no va a cuidarme de infectarme con alguna bacteria o con el polvo de la calle o con los rayos UV… Una vida real en la que la gente se enferma, en la que hay gente pobre pidiendo dinero en las esquinas, en la que hay niños durmiendo en la calle y que no me tendrá consideración ni me resguardará de la lluvia, ni del sufrimiento, ni de las decepciones o los fracasos… o del amor.

En la universidad me siento sola a pesar de toda la gente que hay allá. Me hace falta mi mami espiando por las ventanas, defendiéndome si algún profesor me trata mal o ayudándome a realizar mis trabajos. Vivo enferma, a veces me falta el aire y me siento débil. Hasta el “smog” me produce mareos. Mi bolso está lleno de medicinas de todo tipo porque mamá siempre lo quiso así. “Porsia”, me decía. Hace poco conocí a Gabriel, él me hace sentir cosas que nunca antes sentí, pero tengo miedo de experimentar esas cosas desconocidas para mí. Quiero enamorarme, tener una familia propia, hacer mi vida… pero es muy cuesta arriba. Ojalá él quiera ayudarme…

Continúa…

Zadir Correa