Unos
días antes de comenzar, un día jueves, él estaba ojeando avisos clasificados en
el periódico que le prestó su casera.
Más
temprano ese día, en la mañana, cuando abrió sus ojos, una preocupación saltó a
su mente: Ya no tenía como continuar. Sus finanzas habían tocado fondo y su
ánimo estaba decayendo indeteniblemente porque su momento de gloria (así lo
sentía él) había pasado. Sus años de codeo con la alta alcurnia de la ciudad,
de asistir a conciertos cada semana, de comer despreocupadamente en los lugares
más aristocráticos, de viajar descontroladamente de un lado a otro, habían
pasado. Quizá lo más grave también había ocurrido: Su relación se había roto y
esa persona con quien compartió aquellos momentos de gloria y de altura, de
cocteles y de conciertos no se encontraba hoy, cuando su situación económica
era precaria y cuando sus finanzas habían tocado el punto más bajo que se
podía. No estaba de ánimo ni tenía cómo salir de su casa. Había agotado su
dinero, su comida, su altivez, su orgullo.
Salió pesadamente de la habitación donde dormía. Su
casera le veía con un sentimiento mezclado de ternura y lástima porque su
retraso de dos meses en el pago de su arrendamiento había estado justificado y
ella sabía que lo había intentado todo, sabía que en su momento había ido
emocionado a una entrevista de trabajo y que esa salida no había tenido como
consecuencia la tan esperada llamada posterior de confirmación. Ella lo apoyaba
moralmente, le proporcionada un plato de comida intermitentemente, lo animaba a
salir a intentarlo y cada mañana religiosamente le pedía el favor de comprar el
periódico, con la finalidad velada (así creía él) de que se devorara los
clasificados hasta encontrar una nueva oportunidad de empleo. No fue distinto
ese día.
Un
anuncio saltó a su vista en aquel manido periódico: Solicitaban asesores
de venta. El aviso era escueto y poco informativo, pero algo en él lo
hizo brillar y sobresalir de entre los demás. No era su campo de trabajo. Su
experiencia laboral le había hecho recorrer los mejores hoteles de su país. Sólo
había escuchado últimamente términos cómo: check in, check out, walk in, wake
up call, guest services, aeropuerto, lavandería, etc. Aún así se dijo a sí
mismo: Tienes que intentarlo.
Después de ver el anuncio, su casera lo miró a los ojos,
quizá pudo ver el brillo y la señal que él había percibido y que por un
instante le produjo mariposas en el estómago, porque de inmediato lo increpó: ¿Consiguió
algo? E inmediatamente agregó, como adivinando la respuesta: ¿Tiene cómo ir? Pareció
adivinar lo segundo, por lo que acto seguido corrió a su habitación con la
dificultad de la cojera que la aquejaba a sus 64 años y hurgó en su billetera
hasta que sacó un billete (de baja denominación… era lo que tenía) y se lo
extendió: Tome (dijo) esto le alcanza.
Él se vistió, se afeitó la cara, usó las gotas finales de
su perfume de marca comprado en el extranjero, se peinó y preparó una carpeta
con su resumen curricular. La misma carpeta que tantas veces había sacado desde
hacía seis meses y que ya presentaba un ligero desgaste en la parte donde la
mano hacía contacto con ella. Se fue sin decirle a su casera que el billete no
alcanzaba y que lo gastaría yendo. Pero estaba decidido y se fue.
Ya conocía ese centro comercial, tantas veces había
estado allí de paseo, en los tiempos aquellos en los que no había tantas
preocupaciones. Llegó directo al lugar y se sorprendió al ver que la fila de
aspirantes llegaba a la parte de afuera de la tienda. No se desanimó. Se colocó
de último y esperó su turno para entregar su curriculum. La gerente del lugar
se había dispuesto en un lugar estratégico para recibir los documentos de los
aspirantes. Lucía eufórica porque aquel escueto aviso había surtido efecto y la
convocatoria había sido abundante. Ella recibía los documentos, hacía un ligero
ademán de agradecimiento, prometía revisarlos y posteriormente realizar la
llamada de confirmación: “No nos llames, nosotros te llamamos”.
El lugar le había agradado en primera instancia, tenía un
olor agradable y la música de fondo invitaba a relajarse y a distenderse. Le
gustó.
Recordó a su salida que no tenía cómo devolverse a casa.
Había agotado su última reserva y el nuevo préstamo de su casera no fue
suficiente para regresar. Tomó una bocanada de aire y se preparó mentalmente para
caminar el largo trayecto que lo separaba de su habitación. Le gustaba recorrer
grandes distancias a pie, decía que de esa manera sabía dónde estaba y podría
reconocer las entradas y salidas más fácilmente. Recordó que no había comido
esa mañana y su cena no había sido muy abundante. Decidió aprovechar el día y entregar
otros resúmenes en lugares cercanos. Así hizo.
Al término de la jornada, ya exhausto, sin haber ingerido
comida y con muy poco ánimo, se sentó en la salida de un subterráneo a
descansar. Necesitaba reordenar sus ideas, reflexionar acerca de su situación
para resolver lo más pronto posible aquello que ocurría en su vida en esos
momentos. Recordó con añoranza sus momentos de bonanza, sus comidas fastuosas, su
codeo con el Jet Set, su relación amorosa, su experiencia en los hoteles,
amplia para su edad. Su currículo estaba cargado de cursos de formación,
talleres de crecimiento personal, un paso nada deslucido por algunas
universidades, muchas horas de trabajo intenso, amistades que le valoraban por
su capacidad, su entrega y su manera de hacer las cosas.
Reflexionó acerca de lo que estaba mal, de aquello que lo
había llevado a su actual situación, de lo irónico de eso que le acontecía en
ese momento. Recordaba con un dejo de tristeza que había alcanzado el máximo
escalón del departamento donde trabajó y que estaba sobrecalificado para
cualquier otro puesto. Ya se lo habían dicho: “disculpe, el trabajo no es para
usted. Buscamos alguien con menos experiencia y calificaciones, gracias”. No se
dio cuenta en qué momento habían asomado sus lágrimas, los lentes oscuros que
llevaba lo ayudaron a aislarse del mundo y pronto se vio entregado a sus
cavilaciones, con la vista puesta en un punto cualquiera en el horizonte.
Cuando su amigo palmeó su hombro lo sacó de su
ensimismamiento. Prácticamente lo despertó. La efusividad de aquel, lo desencajó por un instante, mientras
trataba de ubicarse en el tiempo y buscar en los recónditos escondrijos de su
memoria, de dónde lo conocía. Su amigo lo vio y sin mucho le preguntó: ¿qué te
pasa? Él no supo cómo responder, estaba bloqueado, sus pómulos estaban
enrojecidos, sus ojos hinchados (por el cansancio de la jornada y por las
atrevidas lágrimas que lo atacaron de momento), tenía sus lentes de sol
puestos. El amigo repitió la pregunta con insistencia hasta que lo sacó de su
micro mundo, sacudiéndolo.
Nada, respondió. Pensando que con esa respuesta calmaría
la curiosidad de su interlocutor. Pero el amigo le pidió que se desmontara los
lentes para ver sus ojos y no hizo falta más. De inmediato supo que algo no
andaba del todo bien. Pudo verlo en su expresión, en sus ojos que siempre
habían transmitido brillo y vitalidad, que dejaban ver la alegría de la
juventud y del éxito, hoy estaban mustios y apagados. Lo increpó hasta que pudo
sacarle las palabras de la boca: “Salí de mi casa hoy a buscar empleo y gasté hasta
el último céntimo que tenía. Me toca devolverme a casa a pie desde aquí”.
No hizo falta más. El amigo (un ángel de la guarda de
verdad) blandió su billetera y sacó de ella un billete (que en ese entonces era
de mediana denominación) y se lo extendió. Le dijo que no se preocupara, que
sus cosas iban a estar bien (el amigo trabajaba en el “mundo espiritual” hacía
tiempo y le “predijo” que esa circunstancia pasaría. Él podía verlo, le aseguró).
Le pidió que lo acompañara, compró una fórmula de Flores de Bach para subir el
ánimo y bajar la depresión y le indicó cómo tomarla (3 gotas debajo de la
lengua, 4 veces al día). Lo acompañó a comer alguna cosa, lo animó a dejar la
actitud de derrota y tristeza para sustituirla por una de victoria, regocijo y
agradecimiento y se fue actualizando el número telefónico para que lo llamase
por cualquier circunstancia. Él lo agradecería por siempre.
Ese domingo, estando en su casa, sin ánimos de salir de
la cama y observando lo poco que veía a través de su ventana, mientras la brisa
entraba desordenada y sin control, recibió la llamada. Había sido escogido para
una entrevista el día lunes 10 de marzo en la sede de la tienda donde entregó
sus documentos. La que le había gustado.
La persona que lo entrevistó estaba embarazada, cercana a
su alumbramiento y le anunció, luego de una entrevista exhaustiva donde había tenido
que decir las razones de su salida del último empleo, su experiencia laboral,
su retahíla de cursos de formación, sus idiomas y sus fallidos intentos de
enganchar en empleos similares a su experiencia, que el puesto era suyo. Le
notificó lo duro de los horarios (a los que ya estaba habituado), cuanto
ganaría y de su posibilidad de comenzar al día siguiente: 11 de marzo de 2003.
Lo aceptó.
Esa fue su entrada. El universo había destinado para él
un camino lleno de curiosidades, en el que pronto fueron sustituidos los términos
relacionados con clientes, hotelería, aeropuerto, ama de llaves por el de Feng
Shui, las amatistas, los cuarzos, los colores del aura, la ya famosa Cámara
Kirlian y un sinnúmero de deidades que en su vida había oído nombrar,
provenientes de un país poblado por millones de seres humanos que desde tiempos
inmemoriales se habían dedicado a crecer en el campo espiritual, en lugar de en
el económico: India.
El cambio fue integral, aprendió a utilizar las
herramientas recién conocidas en beneficio propio y para sus iguales. Decidió
investigar, documentarse y dedicarse a crecer. Se rodeó de los mejores, de
quienes aprendió, aprende y seguirá aprendiendo. Muchas veces reculó. Lo pensó
mejor, se dijo a sí mismo que aquello no era lo suyo y que deseaba probar otras
cosas, pero el camino obstinado de su vida lo traía siempre de regreso: Al
mundo espiritual.
Por muchos años recordaría al Santiago de Paulo Coelho,
que tanto se le parecía: obstinado en su afán de encontrar el tesoro guardado
debajo de aquel Sicomoro, aprendiendo muchas cosas mientras lo encontraba, que
le serían provechosas para el resto de su vida. Era necesario atravesar ese
camino para poder valorar lo que realmente le pertenecía. Seguía en busca de su
tesoro, ahora más consciente y dándole el justo valor a todo aquello que había
recibido y seguía recibiendo.
Él Agradecería por siempre aquellas lecciones de vida,
agradecería por siempre a las personas que formaron parte de esa formación y
sobretodo agradecería por siempre a esas personas que le dieran la oportunidad
de entrar y demostrar de qué estaba hecho, que depositaran su confianza en él.
Ahora veía las situaciones de su vida desde una perspectiva más humana, más
verdadera, más integral, en paz consigo, en paz con aquellos que lo acompañaban,
en paz con su vida. Continuó avanzando en pos de seguir brillando y dar lo
mejor de sí cada día. Trabajaba intensamente, sin descanso, sin importarle los
horarios, luchando para que su vida se transformara en algo más útil para él y
para aquellos que le rodeaban: familia, compañeros, amistades, sus mascotas.
Hoy esa lucha continúa, con preocupaciones distintas a las que lo trajeron y
desde una óptica más idealista, más madura, más personal.
No se podía permitir fallar, se lo tenía prohibido. Nunca
pensó celebrar aniversario alguno, pero 10 años más tarde, ahora con muchas más
responsabilidades, llevaba consigo el regocijo, la satisfacción, el
agradecimiento, el orgullo y la seguridad de que aquellas eran las mejores Bodas
de Estaño que jamás podría celebrar.
Él sigue allí…
Zadir Correa Vergara
Muchas gracias por la confianza y la oportunidad