¡SOY CLEPTÓMANA!

Ya no siento deseos de salir de casa, ni de reunirme con amigos, ni con mi familia y mucho menos si la invitación sugiere el traslado necesario a alguna de sus casas o apartamentos. Siento que mi problema está aislándome cada vez más de la gente que siempre he amado, de aquellos con los que siempre he contado y más aún, me hace pensar que cualquiera de mis nuevas relaciones estará marcada por ese estigma del cual no sé desprenderme y que finalmente he aceptado que vive dentro de mí: soy una cleptómana.

Desde que tengo uso de razón (muchos años a esta fecha) este extraño vicio vive conmigo. Recuerdo que cuando aún era una niña y me invitaban a la casa de mis amigas a jugar o a realizar las actividades escolares del momento, siempre me sentía muy emocionada. Al principio no entendía qué era lo que pasaba dentro de mí, pero con el pasar de los años fui haciéndome consciente de mi problema: ¡adoraba robarme las cosas! 

Dicha adoración era algo que me llenaba de energía y vitalidad, era como la gasolina que movía cada una de mis acciones, me producía una extrema descarga de adrenalina al principio que fue reduciéndose con los años. La única manera de generar mayor excitación era metiéndome en situaciones cada vez más arriesgadas, que me produjeran esa descarga infinita de placer momentáneo. Si me permiten la ligereza, debo calificarlo como un gran ORGASMO

Entendí con el tiempo que esas cosas sólo me producían un placer tan minúsculo mientras duraban, que comencé a verlo y ASIMILARLO como un problema. El único detalle es que no tengo idea de cómo detenerlo. Sé, en lo más profundo de mi ser, que sustraer esas cosas y que llevarme cualquier cosa por insignificante que parezca está mal y se asemeja al empleo de cualquier droga: tensión antes de probarla, una descarga de adrenalina indescriptible cuando la tomas y un sentimiento de vacío y de culpa insoportables cuando el efecto pasa.

Este último es el más difícil de soportar amigos, cuando era niña me llevaba los lápices de colores o los sacapuntas de mis amigas, ¡eso me emocionaba tanto!, pero cuando mi mamá me preguntó la primera vez de dónde los había sacado dije sin más que las había traído de la casa de mis amiguitas y me aleccionó de manera tal que temí volver hacerlo. Juré que jamás lo volvería hacer y que eso nunca iba ser motivo para que me castigara ni me levantara la mano. Mentí.

No sólo eso, sino que cuando me llevaba algo de casa de mis amigas, una vez en mi poder, cuando ya había saboreado el gusto de habérmelo traído, no sabía qué hacer con ello. Las primeras veces fui corriendo a devolverlas, pero con el tiempo, cuando la culpa, el ego y la sociedad fueron conceptos aprendidos  e incrustados en mi mente adolescente, opté por deshacerme de las cosas que me llevaba. Sí, las eliminaba, pensando que con ello quizás aliviaría el sentimiento de culpa que me invadía cuando el torrente de adrenalina pasaba y sólo dejaba mi alma desnuda y frágil con la evidencia de que aquello sólo me conduciría por un camino errado, que poco a poco fue fracturando mi entereza y mi personalidad hasta dejarme en pedazos ante mí misma. Me equivocaba, nunca alivió nada.

Nadie lo notaba y mucho menos nadie jamás pudiese sospechar que una niña de cuna dorada como yo, con unos padres pertenecientes a la más respetada aristocracia, con acciones en los clubes de mayor prestigio de este país, portadora de tarjetas de crédito doradas, platinos y negras y con amistades que ilustran a diario las frías páginas sociales de todos los diarios y revistas de la ciudad, pudiese llevar consigo a una ladrona empedernida por dentro y mucho menos que supiera disimularlo tan bien.

Nada de aquello me hacía falta. Siempre estuve acostumbrada a tenerlo todo y en cantidades, pero no era el valor monetario lo que buscaba sino el hecho de saborear y consumar mi “pequeño crimen” al llevarme cualquier cosa de cualquier parte. No importaba donde estuviera: en casa de mis amigas, en algún restaurant, en la sala de espera de mi odontólogo, en mi oficina: la idea era siempre llevarme algo, cualquier cosa.

Todo comenzaba con una especie de escalofrío que me subía por la espalda que inmediatamente me ponía en tensión, mis manos se tocaban una a la otra con insistencia como para espantar el frío que las invadía de repente, sudaba con insistencia: la frente, mi abdomen y la baja espalda. Era una sensación placentera después de todo porque sabía que lo siguiente me llenaría de placer: llevarme un betún para labios, un bolígrafo, una tortuguita de porcelana de algún centro de mesa, un cenicero de cristal de la fiesta de matrimonio, un estuche para guardar el teléfono, un par de lentes de sol, una toalla de algún hotel, los cubiertos finos del último restaurant donde comí o la billetera Louis Viutton que le quité a mi compañera de trabajo en la reunión de fin de año.

Algunas personas notaron lo que me sucedía, yo me excusaba con la torpe excusa de que “soy despistada y me lo llevé sin darme cuenta”. Fui conminada en varias oportunidades a devolver lo que me llevé. Eso golpeaba mi ego y me llevó a maquinar algunas maneras (mientras dormía) de perfeccionar las técnicas de sustracción. Por eso hoy escribo. Quiero aliviar mi culpa haciendo catarsis con ustedes, sé que eso me reconfortará unos días, que decir lo que hago puede ayudarme en mi proceso de los 12 pasos, como si fuera una alcohólica. Aceptando que tengo un problema como paso número uno, me ayudará seguramente a continuar por el sendero de los demás, diciendo que HOY NO ROBARÉ, hasta haberme curado.

Mucha gente se alejó de mí en el pasado por esto. Mis amigas dejaron de invitarme a sus fiestas porque “siempre se les perdía algo”. En mi trabajo, a pesar que mis referencias profesionales son inmaculadas, queda en algunos registros mi salida deshonrosa por causa de alguna "pérdida importante". Mi familia me aisló y hasta mi divorcio recientemente se llevó consigo a mis dos hijas. Estoy sola… y sin amigos.

No me llevo las cosas porque las necesite, ni porque me interesa el valor que tienen, no tengo necesidad de revender nada ni de exhibir cosas que no he comprado, no. Sólo lo hago por una necesidad de alivio, como cuando el boxeador golpea su pera para descargar su rabia, o el músico que interpreta su instrumento para llenar su vacío emocional o una persona con hambre come para saciar su apetito. Mi cuerpo me pide esa emoción y nunca he sabido decirle que no.

Me asaltan algunas dudas en todo este proceso, si bien es cierto que ser consciente del problema me ayuda a superar mi vicio, ¿qué haré cuando me dé la crisis de abstinencia y no tenga a mi lado a mis seres queridos para que me ayuden? ¿Valdrá la pena después de haber perdido a mis afectos el recuperarme de algo que lo único que hace es darme placer? ¿Será que hay recuperación posible después de haber vivido medio siglo con “eso” dentro de mí?

Honestamente no sé que hacer ¿Habrá manera de que alguien se robe mi vicio?

Zadir Correa