Un café inolvidable

Todavía la amo. A pesar de su demostración de cobardía y de su engaño vil y cruel a estas alturas de mi vida, todavía la amo. Ella despertó en todo mi ser, no ahora, sino hace más de diez años algo que había permanecido oculto y agazapado todo este tiempo taladrándome a diario y condenándome a vivir una pena inmerecida, un luto que se extendió todo ese tiempo, que me confinó a esperar, cual Penélope en su eterna vigilia, tejiendo ilusiones de día y destejiéndolas de noche para tratar de aliviar un dolor que yo mismo había elegido en el pasado, víctima del pánico al compromiso y por no abandonar en aquel momento de inexperiencia y novatada, una comodidad absurda y segura que al poco tiempo igual se esfumó y me lanzó al ruedo de la vida y sus trajines diarios.

Pero no la culpo, definitivamente no está en ella. Cuando en aquel momento de mi vida elegí ser cobarde y huir tras la seguridad de una familia débil que me cobijaba más por compromiso adquirido que por amor propio, ella afirmó con sus ojos anegados en lágrimas y con un dolor que parecía auténtico, que mi actitud la estaba matando y que sin mi amor a su lado ella no sería capaz de sobrevivir un día más. Eso no fue realmente así. Una semana bastó para que con la novedad de la carne fresca de un cercano y después de un compañero de trabajo, ella sacara de su piel el olor a mí que juró tenía como huella indeleble grabado en la de ella.

Pero yo cargué con la culpa. Por eso cuando ella reapareció, más madura, más experimentada, más segura de lo que quería en la vida (al menos eso pensé), yo no dudé en darle mi voto de confianza y en entregarle mi corazón con los ojos cerrados. Sus caricias desde aquel recomienzo parecían auténticas. Cuando mi cuerpo y mi piel sentían sus manos, su aliento, su olor, su sudor desde aquel reencuentro, algo indescriptible se desataba en mi interior, una llamarada de fuego invadía mi ser, mis sentidos se bloqueaban, mi visión perdía la periferia y sólo había un punto en el que quería concentrarme: ella. Mi cuerpo no respondía a la razón ni a las órdenes que surgían de mi cerebro, se generaba una estampida de emociones que viajaban por todo mi cuerpo hasta el delirio… hasta la locura.

Sus promesas de amor eterno habían resurgido del fondo de un baúl que yo no creía que existiera más. Me dijo que me amaba, que su experiencia en el pasado había sido real y auténtica, que se había enamorado de otro, pero que aquello que sentía por mí era induplicable, que ese amor que emanaba desde el fondo de su corazón era único y estaba dedicado a mí en exclusiva, que había estado guardado allí, esperando mi retorno hacía muchos años. Yo tenía mis dudas cuando nos reencontramos, pero tres días más tarde de aquel primer flechazo, ella me llamó para decirme: Te amo. Y eso me condenó para siempre.

Creí en su promesa de amor, creí en los planes que hicimos juntos para construir un hogar, creí en todo aquello que íbamos a edificar juntos, creí que íbamos a crecer y a batallar contra quienquiera que viniese a destruir nuestra felicidad tan soñada desde hacía años. No iba a importarle nada ni nadie, batallaría contra sus cercanos, contra sus miedos, contra sus debilidades, contra sus pretendientes, contra el mundo entero para estar junto a mí, para tenerme a su lado, para dedicarme su vida, para dedicarme sus amaneceres y sus atardeceres, sus noches de insomnio, sus vicios, sus temores, su vida… pero no fue así.

Todo aquel amor no llegó a nada. Un buen día, ella “entendió” que algo dentro de sí no estaba bien, que su amor tan gigante y verdadero ya no era el mismo, que se había esfumado y que la persona más importante en su vida ya no era yo, que sus planes ya no estaban a mi lado y que su vida definitivamente no estaba junto a mí. Su amor había esperado tanto tiempo para estar conmigo, que apenas nos comenzamos a fusionar y a entregar el uno a la otra, se había escapado a alguna parte que ella desconocía. Eso es aceptable, incluso lógico. Nadie es capaz de amar eternamente a otra persona. Mucha gente se ilusiona y se crea falsas expectativas por un tiempo y cuando por fin despierta o pasa la química de la piel, reacciona y recula. Pero hubo un solo detalle: ella nunca me lo dijo.

Yo seguía alimentando la esperanza de ver crecer nuestras vidas juntas, de ver crecer nuestra familia, de ver crecer nuestro amor. Hice planes, se los conté, compartí con ella mis deseos de superación, de viajar y conocer el mundo, de desarrollarnos económicamente, de ver a nuestros hijos y nuestras mascotas envejecer a nuestro lado, de plantar un jardín, de llenar nuestras vidas de una dicha y de un gozo que nadie fuese capaz de igualar, le dije que estaba dispuesto a luchar contra quienquiera que se atreviese atravesarse en nuestro camino para destruir nuestra armonía y nuestra paz… y ella no me detuvo. Dejó que navegara sólo por un camino de ilusiones falsas, por un sendero por el cual ella no estaba dispuesta a avanzar y cuando ya no tenía marcha atrás, cuando mi compromiso me tenía ciego y estaba en lo que yo consideraba la cúspide de nuestra felicidad, ella me lo soltó sin medirse y con la mayor crueldad que pudo: “Mi amor ya no es el mismo, parece que se esfumo”

La última vez que me demostró su “amor”, fue en mi casa. Ella se había quedado a visitarme. Esa mañana se levantó antes del alba, buscó en la cocina, preparó un delicioso desayuno, exprimió jugo para ella e hizo café con leche para mí (no toma café en las mañanas porque le cae mal). Me invitó a la mesa y me acompañó durante el desayuno. Charlamos mientras desayunábamos y luego ella se fue a trabajar. No volvió jamás. Huyó de mí hasta que la encaré y me confesó que hacía ya tiempo no sentía “lo mismo” por mí. Que desde hacía tiempo había notado que su corazón ya no le latía con fuerza cuando estaba conmigo. Que iba necesitar un tiempo para pensar… y para olvidarse de aquello.

Muriendo yo de amor por ella, la dejé ir. Realmente nunca creí en su versión del “amor esfumado”. Entiendo que por lástima o por algún extraño sentimiento distinto, ella fue incapaz de confesarme su verdad: alguien había aparecido en su vida y a lo mejor esa sí era su gran oportunidad de ser feliz.

Sólo le pedí a Dios que le diera sabiduría y madurez en su vida para que en el momento de volver a decir “te amo”, ese sentimiento fuese auténtico y le saliera del alma, que no fuera hacer daño de esta manera a nadie más, que ojalá fuera yo el último. Se hace mucho daño cuando se dice alegremente y sin responsabilidad esa frase. Ella simplemente se fue y no volvió a buscarme. Yo, ilusionado y herido a la vez sigo esperando a que un día aparezca en el umbral de mi puerta y me diga que era una broma, que estaba probando mi resistencia, que sí me ama y que está dispuesta a devorarse el mundo conmigo… La amo, pero mi amor puede transformarse en odio por tanto dolor innecesario…

Todavía tengo el sabor de aquel último café mañanero en mi boca, no deseo que se evapore ni que se lave, porque si había algo auténtico en aquello que ella afirmó siempre, si algo de verdad emanó de su ser con aquellas palabras, prefiero pensar que aún lo conservo en mis pupilas, que está allí, fusionado con aquel desayuno, como un hermoso recuerdo, que todo ese amor se quedó encerrado en aquella taza de café.

Zadir Correa

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