خلدون (Inmortal)

La promesa finalmente se cumplía. Después de haber planificado ese viaje con tanto ahínco y cariño, luego de dedicarme a hurgar en los detalles más pequeños acerca de esta nueva ciudad, de sus costumbres, de su idioma, de esta gente y sus creencias, de su manera de comer, vestir, de hablar, de crecer y de vivir, por fin me embarcaba en aquel recorrido de más de doce mil kilómetros, en cuya trayectoria tendría la oportunidad de poner en práctica las distintas lenguas a las que me dediqué aprender en esa tierra maravillosa, cálida, que me cobijó por tanto tiempo, que me hizo conocer el calor de un hogar y me llenó de conocimiento y experiencia. Allí aprendí a trabajar, a ser amigo, a estrechar la mano de alguien, a comer, a darle valor a un buen café recién colado, a amar sin condición, a abrazar con auténtico afecto. Esa tierra me dio la oportunidad de dejar mi huella en personas que considero importantes para mí, de enseñar parte de lo que había aprendido a lo largo de mi camino y sobretodo me dio la sabiduría de valorar todo el conjunto.

Le doy valor a cada minuto vivido allá. Agradezco profundamente cada playa recorrida, cada montaña escalada, cada amanecer o atardecer, cada gesto de cariño de todos aquellos con quien compartí momentos que se imprimieron con tinta indeleble en mi alma errante. Sí, errante… siempre supe que había algo que no encajaba del todo, por ello estuve tantos años buscándolo: en cada idioma que estudié, en cada experiencia de trabajo, en cada persona que se atravesó en mi camino, en cada universidad que pisé y en cada estudio realizado. Busqué en cada esquina, pero simplemente no estaba allí.

Mucho antes de realizar el viaje, una voz interna me decía que había un horizonte distinto por conquistar, un nuevo mapa que trazar y una nueva vida que descubrir fuera de aquellas fronteras.

Toda la experiencia ganada no era suficiente, me faltaba algo.

Fue por esto que en cuanto pisé esta nueva tierra, que a pesar de estar ubicada en el mismo planeta, que pertenecía a la misma galaxia y que cada día era bañada por el mismo sol que allá en el Caribe bronceó mi piel y me regaló muchos de los mejores momentos de mi vida, lo supe con certeza: yo pertenecía a ella.

Esta ciudad me abrió sus puertas de par en par, transitar por sus calles era tan familiar como si la hubiese recorrido muchas veces antes (estoy seguro que lo hice, no sé si en sueños o en otra vida), cada fachada, cada edificio, cada jardín, cada persona, cada sonrisa. No necesitaba ayuda para orientarme y nunca me perdí.

Durante mi recorrido de venida, en las distintas escalas que hice, los idiomas que acaricié en dicha ruta, todo era parte de esa sensación de bienestar y desconcierto a la vez que te deja un “Dejá Vu”. Mi vecino francés que llamaba a la “Mademoiselle” para ordenar un café o la italiana cansada que peleaba con su hijo “Stai zitto Franco, voglio dormire”.

Cuando pisé Amsterdam sucedió igual. Los parlantes anunciaban las salidas y llegadas de sus vuelos en distintos idiomas, según la aerolínea, al final sonaban también en inglés y holandés.

En los amplios pasillos del aeropuerto y los Duty Free escuchaba retazos de conversaciones en distintas lenguas: “dov’é il bagno” por un lado, o un “je veux ce parfum” por otro. Alguien explicando “this is the cheepest one” o al par de alemanes que contaban sus maletas: “eins, zwei, drei, vier”.

Al pisar esta tierra sentí una fuerte conexión energética con ella, fue una sensación cálida, de bienvenida, como si hubiese estado esperándome hace tiempo, como un fuerte abrazo. Me brotaron las lágrimas. No de añoranza sino de felicidad, parecía que me reclamaba “¿por qué tardaste tanto?”. Sólo pude pensar en estas palabras: El tiempo de Dios es perfecto y enjugué mis lágrimas.

Desde el principio conocía cada rincón de esta ciudad, desde sus suburbios hasta su zona elegante. Sus costumbres, su gente eran parte de mí. El calor que siempre me aturdía en otras latitudes no me molestaba, como tampoco lo hacía su permanente olor a salitre, a mar. Me acostumbré a leer de derecha a izquierda.

Aquí recordé las palabras de mi amiga Adriana quien me vaticinó en una oportunidad “allá vas a estar bien desde el principio, luego irás creciendo y migrando a otro ambiente. Tienes algo que a ellos les falta y explotarlo será la clave de tu éxito”. Nada más verídico. Cuando eso comenzó a suceder no me sorprendí, así debía ser, estaba escrito: MAKTUB.

Ahora estando aquí, con ánimos renovados cada día, continúo este recorrido maravilloso por este planeta como siempre lo hice. Ahora estoy aprendiendo mi séptimo idioma, mantengo comunicación con toda mi gente por allá y le doy mucho más valor a todos los seres que poblaron mi pasado, a los que me acompañan en mi presente y a los que faltan en el futuro. Sigo dando sentido a mi existencia dejando huella en mis semejantes, impactando en su vida de una manera u otra y también aprendiendo de sus experiencias para nutrirme cada día.

Ahora me acompaña una persona maravillosa que decidió hacer de mi vida la suya y que me llena de regocijo, paz y felicidad con su amor y su ternura.

Sigo haciéndome promesas como aquella del viaje. Estoy más que convencido que con fuerza de voluntad, constancia, disciplina y mucho amor podemos alcanzar cada meta que nos coloquemos de frente. En este mundo no podemos conformarnos con ser uno más, ¡no! Hay que dejar huellas, rastros, ejemplos, algo que los demás puedan seguir en forma segura, no como Hansel y Gretel que se perdieron al regresar por su camino hecho de pan que las aves se comieron. Las marcas deben ser indelebles, como cicatrices que nos recuerden el sacrificio realizado, eso nos ayudará a ser mejores amigos, mejores vecinos, mejores hijos, mejores ciudadanos, trabajadores, en fin, mejores seres humanos.

Nuestro ejemplo debe llevar a que el resto del mundo sea mejor, que nazcan nuevas almas, que se edifiquen nuevos seres que basen sus conciencias en el respeto a los valores universales, en la convivencia, en la paz y de esa manera nuestro paso por este mundo tenga sentido para nosotros y los que nos rodean, dejando un legado vigente, permanente… inmortal. خلدون (Inshalla).
Zadir Correa

Sofía (I Parte)

Tengo 19 años. Mamá dice que toda la vida he sido muy susceptible de contraer alguna enfermedad o alergia. Es por eso que los antihistamínicos, los antialérgicos, las pomadas para los dolores musculares, las pastillas para cualquier cosa, los jabones antibacteriales, las bombonas de oxígeno, los inhaladores, el algodón, las gasas, así como los multivitamínicos han sido parte de mi vida desde que tengo uso de razón.

Siempre recuerdo a mamá, quien tiene ya 60, muy dedicada a mi cuidado. Se lo agradezco. Todo esto comenzó muy temprano. Es de las que se dedicó enteramente a amamantarme porque según todos los estudios que había encontrado, la leche de la madre contiene muchos más nutrientes que ninguna otra leche. Tengo entendido que la misma debe ser realizada sólo los primeros seis meses de manera exclusiva. Ella lo hizo por mis primeros diez y luego alternó algunos otros alimentos hasta los tres, cuando finalmente me “destetó” porque ya no producía más. Era obvio, tenía cuarenta y cuatro.

Para tener contacto conmigo, cualquier persona que se acercaba a casa debía pasar por una minuciosa rutina de “desinfección”. Todos debían dejar los zapatos en la entrada y lavarse las manos con jabón y alcohol (ya más recientemente el tan práctico jabón antibacterial (que demás está mencionar, compraba por galones). Mis recuerdos de aquella infancia se reducen al olor a alcohol y a pino con que desinfectaba religiosamente los pisos, paredes y baños de toda la casa a diario.

Cuando me inscribió en la escuela, ella recuerda casi con terror que ese primer día llegué a casa con las manos “renegridas” de tanta mugre en las uñas, por lo que me sometió a un intenso baño por espacio de dos horas, durante las cuales se armó con un cepillo pequeño y una esponja de fregar para eliminar cualquier rastro de aquella suciedad, aparte del shock que le causó el hecho de que, revisando mi cabello liso y perfectamente cuidado se encontró con una liendre.

Aquello fue el detonante para lo que vino después. Ella se volvió una bestia salvaje para defenderme de aquella invasión (por lo de la liendre en mi cabeza) y de aquel descuido inhumano del que fui víctima en mi primer día de clases. Era pre-escolar. Tenía 3 años y medio.

Mamá me ha dado todo lo que necesito en la vida, es verdad, mis vacaciones en Walt Disney, Orlando, mis clases privadas de idiomas (inglés, francés, latín y alemán), mis clases de Piano con la profesora Bracchi, a través de la cual conocí la novena sinfonía de Beethoven y aprendí a tocar la “Ballade pour Adeline” de Richard Clayderman, sin mencionar que conozco de principio a fin la biografía de Mozart, Bach, Chopin y Tchaikovski con todas sus obras maestras (por cierto, mis preferidas son El Lago de los Cisnes y El Cascanueces, de éste último)

También me dio siempre todo el amor que una madre puede dispensar a una hija, al punto de acompañarme a cada una de mis actividades escolares (era la única madre que siempre estaba presente en todo momento). Incluso, después de mi nacimiento, renunció a la empresa de asesoría en la que ejercía su profesión de abogado en la que estuvo trabajando desde hacía diecinueve años, sólo para dedicarse enteramente a mí. Recuerdo que en más de una oportunidad discutió con alguna profesora por la manera en que impartía sus clases. Entraba en cualquier momento a la escuela y se agazapaba detrás de las puertas a espiar a las maestras y profesoras. Se dedicaba a escrutar con extrema minuciosidad los métodos de enseñanza de aquellas, a quienes en más de una oportunidad trató con desdén. También logró que muchas fueran despedidas.

Evidentemente estudié en un Colegio de formación católica desde muy temprano. Incluso pensé que terminaría siendo una monja. Después de la graduación en un colegio como aquel, en el que nunca compartimos con varones, mis únicas oportunidades eran hacer los votos o enamorarme de una de mis compañeras (como sucedía a menudo). No fue mi caso ninguno de los dos, afortunadamente.

Mamá me ha acompañado en cada paso que he dado en este mundo en mis 19 años. Sus cuidados extremos tenían justificación (al menos eso creo), si no, ¿como se explica que cada vez que salía de casa, volvía resfriada o con un ataque de asma? Mis tías y mis primos me veían con lástima siempre porque era la más débil de todos, delgada y sin fuerzas. Mi tía Cecilia solía decir de mí: “no tiene carne ni para una empanada”. Nunca salía de casa a relacionarme con nadie, no fui a fiestas nunca porque el olor a polvo y el contacto con él me daban alergia, no podía jugar en el patio, no tuve mascotas ni peluches y en navidad nada de pólvora o fuegos artificiales (mamá los detestaba, ella también es alérgica).

Además no permitía que manipulara nada que no fuese previamente desinfectado o esterilizado, mi piel ha sido la más limpia de todas y su color es de un pálido fantasmal porque mamá no me dejaba asolearme, según ella eso también me hacía daño. El mar lo he acariciado muy pocas veces porque cuando tenía siete me zambullí atropelladamente apenas llegamos al balneario, lo que produjo que tragara agua. El viaje se terminó sin siquiera comenzar. Me llevó a una clínica a que me lavaran el estómago y durante los próximos ocho años no la volví a pisar. Cuando lo hice después de tanto tiempo, la arena, el sol y el contacto con el agua me produjeron ampollas en todo el cuerpo y ahora le tengo cierta aversión.

En mi juventud siempre fui limitada a todo. Mamá no me permitía comer dulces, atragantarme de cotufas o saborear un delicioso helado de chocolate. Si no me hacía daño o me producía alergia, entonces me engordaba. Todo era malo.

Fui muy mimada, todos mis trabajos escolares merecían una premio: un vestido nuevo, un juguete que estuviera de moda o un viaje fuera del país en mis próximas vacaciones. Mis notas en la escuela y en los distintos cursos siempre fueron altísimas, pero mi vida privada siempre ha sido triste. No he podido hasta ahora disfrutar de una “piscinada” con mis amigos contemporáneos (de hecho no conservo ninguno), jamás fui a una excursión lejos de casa, no me permitieron jugar con los otros niños del edificio en las áreas sociales del conjunto donde vivo (según mamá todo era muy sucio, estaba contaminado y me haría daño), jamás pude darme un verdadero baño de playa, me bañé muchas veces, pero en una piscina siempre bajo el ojo justiciero de mamá, que no me dejaba adentrarme más de dos metros porque “era peligroso”.

Mamá controlaba todo. Mi forma de vestir, mi calzado, mis carteras, mis cuadernos y hasta mi forma de peinarme. Nunca olvidaré aquel día en que me dijo, “vamos a la peluquería, que te tengo una sorpresa”. Yo cumplía 16 años y la sorpresa es que se había confabulado con la peluquera para hacerme el corte de “Amelie” y para colmo se llevó su cámara fotográfica. Tengo un álbum en casa con cincuenta fotos que retratan todo el proceso. ¡Cosa más ridícula!

Mamá ahora está enferma, ya casi no ve por la avanzada catarata que la aqueja hace años y escucha con dificultad. A pesar de mi corta edad, me aterra salir de mi “vida bonita” y enfrentarme a la de verdad, esa que no va a cuidarme de infectarme con alguna bacteria o con el polvo de la calle o con los rayos UV… Una vida real en la que la gente se enferma, en la que hay gente pobre pidiendo dinero en las esquinas, en la que hay niños durmiendo en la calle y que no me tendrá consideración ni me resguardará de la lluvia, ni del sufrimiento, ni de las decepciones o los fracasos… o del amor.

En la universidad me siento sola a pesar de toda la gente que hay allá. Me hace falta mi mami espiando por las ventanas, defendiéndome si algún profesor me trata mal o ayudándome a realizar mis trabajos. Vivo enferma, a veces me falta el aire y me siento débil. Hasta el “smog” me produce mareos. Mi bolso está lleno de medicinas de todo tipo porque mamá siempre lo quiso así. “Porsia”, me decía. Hace poco conocí a Gabriel, él me hace sentir cosas que nunca antes sentí, pero tengo miedo de experimentar esas cosas desconocidas para mí. Quiero enamorarme, tener una familia propia, hacer mi vida… pero es muy cuesta arriba. Ojalá él quiera ayudarme…

Continúa…

Zadir Correa

ETERNA, Feria Holística vuelve a invadir de magia y prosperidad toda Caracas este mes de Enero

Los mejores psíquicos de Venezuela ofrecerán consultas a precios de Feria. La experiencia más vistosa y esperada del año repite por partida doble, del 14 al 16 en MultiPlaza Paraíso y del 28 al 30 en Multiplaza Victoria.

Cargando a cuestas con una primera experiencia súper exitosa en Millennium Mall el pasado mes de noviembre, ETERNA, Feria Holística se traslada ahora hacia el Oeste de Caracas para seguir inundando de Magia y Prosperidad a toda la ciudad. Toca el turno ahora al MultiPlaza Paraíso y al MultiPlaza Victoria dar cobijo a este grupo de expositores y psíquicos en esta experiencia que promete convertirse en una tradición en Venezuela.

Desde el 14 hasta el 16 de Enero y del 28 al 30 del mismo mes, respectivamente, se darán cita en dichos espacios una gran variedad de expositores quienes dejarán ver al público asistente una gran gama de productos relacionados con la Nueva Era, Kabalah, Feng Shui, Aromaterapia, Salud, Estética, Literatura, Artesanía, Nutrición, Terapias alternativas y una gran cantidad de productos ideales para obsequiar a toda la familia, en las que se podrá evidenciar las distintas corrientes espirituales que habitan en nuestro país.

La nota mágica y espiritual la constituye la presencia de un espacio exclusivo para consultas en las que usted contará con videntes, psíquicos, numerólogos, tarotistas, astrólogos, terapeutas holísticos y asesores espirituales, quienes ofrecerán a precios de Feria sus predicciones y toda su buena vibra para arrancar el año que comienza con buen pie. (Precio del servicio Bs. 60 x consulta)

Las fechas escogidas son excelentes para cumplir el propósito de iniciar un año nuevo con buen pie y como preámbulo al año Nuevo Chino del Conejo de Metal que inicia en Febrero. Eterna promete desde ya invadir de magia y prosperidad a toda Caracas y próximamente a toda Venezuela.