Lo peor ya había pasado. Aquellos
cuatro últimos días habían estado llenos de caminatas, subidas escarpadas, bajadas
empinadas, precipicios, lluvia, frío, sudor, mosquitos, ruinas arqueológicas
monumentales, caídas de agua alucinantes, vistas incomparables, una camaradería
estrecha con los compañeros de ruta y un absoluto matrimonio con la naturaleza
que a cada tramo de aquella travesía nos hacía recordar lo pequeños que somos
ante la grandeza y espectacularidad de nuestro planeta, así como lo
inmensamente dañinos que podemos ser como especie para el mismo que mansamente nos
cobija.
Aquel último día habíamos
empezado muy temprano: tres de la mañana. Los guías y los valientes y bravíos porteadores
nos despertaron puntuales con un mate de coca caliente, que nos ayudaba a tener
energía y a mitigar el frío intenso que se escondía inocentemente entre
aquellas montañas sagradas.
La adrenalina de aquello que
estábamos a punto de vivir nos tenía eufóricos y al ritmo contagioso de “Nene
Malo” con su “Bailan las rochas y chetas” esperábamos el inicio de la caminata
que nos presentaría finalmente nuestro destino: El Machu Picchu.
Llegar despuntando el alba al “Inti
Punko” o “Puerta del Sol” fue grandioso. Las nubes caprichosamente protectoras
cubrían el santuario y lentamente fueron apartándose hasta dejarlo ver en su
totalidad. Si la ciudadela coronada con el Wayna Picchu es vista desde esa
distancia, permite apreciar el perfil acostado de Pachacútec (noveno Inca) con
su pronunciado mentón, su aún más abultada nariz, la concavidad de su ojo y la
boca. Aquello deja a cualquiera boquiabierto.
Ese trayecto final desde allí a
la ciudadela nos dio gentilmente la bienvenida, gracias al poder de los
múltiples cuarzos de los que está compuesto el camino que estábamos pisando,
amortiguando así el cansancio acumulado de días de recorrido.
Estar allí, observar cada detalle
milimétricamente cuidado para adaptarse al entorno sin alterarlo ni dañarlo,
respetando y honrando con ese gesto a la madre tierra (Pachamama), erizaba la
piel. Entender In Situ que quienes construyeron aquello eran personas
trabajadoras, dedicadas, subestimadas y definitivamente no extraterrestres
dejaba un agrio sabor en la boca y varias reflexiones necesarias:
¿Tan malo puede ser el hombre en
su afán de poder?¿Aquellos “conquistadores” tenían derecho a destruir, saquear,
diezmar, robar y acabar con aquellos hombres, mujeres y niños respetuosos del
entorno y de la vida?¿Hasta cuándo aceptaremos que los “poderosos” destruyan
nuestra Casa Grande?
Observas, reflexionas, entiendes,
sientes, lloras… Caminar por toda la ciudadela es una experiencia magnífica,
superior, elevada, pero lo que estaba a punto de ocurrir superaría toda mi
expectativa.
El camino guiado ya había
culminado y faltaba sólo conocer el “Puente del Inca”. El guía nos comentó que
tardaríamos 10 minutos subiendo y luego otros 15 hasta el lugar. Todos
desistieron, no daban más. El cansancio había llegado a su punto máximo. Pero
el amigo Eduardo dijo con su acento argentino: “Ya estamos aquí… ¿y si no
volvemos? Mejor nos atrevemos. El único que lo acompañó fui yo.
Casi en cámara lenta comenzamos a
subir desde donde estábamos. Nos parábamos a cada minuto para recuperar el
aliento, tomar aire y probar un poco de la última botella de agua hervida que
nos quedó. Llegamos arriba.
Acceder al camino que conduce al
Puente del Inca amerita registrarse, la ruta es corta y peligrosa: montaña de
un lado, un camino a ratos de menos de un metro para caminar y un precipicio
del otro. Ya han caído algunos por allí, por lo que hay que dejar asentadas la
hora de entrada y salida. Así lo hicimos.
Me tocó ser el visitante número
148 de aquel día y a Eduardo el 149. Con esto último llegó el mensaje. Si
sumaba mis tres números el resultado era 13, que siempre he considerado mi
número mágico y la fecha de cumpleaños de mi compañero resultó ser el catorce
de septiembre (14-9), así que intuí que había que hacer algo especial. Le dije
a Eduardo que nos sentáramos a agradecer y así hicimos.
No teníamos mucho tiempo y además
podríamos separarnos mucho del equipo, estábamos muy cansados y nos costaría
bajar con el cansancio de las piernas, sin embargo nos desviamos un poco,
entramos en uno de los andenes y allí ocurrió el milagro.
Nos sentamos y nos quitamos los
zapatos. Descalzos, cada uno se conectó con esa fuerza energética que emana de
ese lugar sagrado. El tiempo pareció detener su marcha. El reloj aminoró su
ritmo y fuimos imbuidos por el magnetismo mágico y esa luz especial que pareció
descender en nosotros e invadir el lugar. Agradecimos nuevamente a la Pachamama
por permitirnos estar allí, tal como hicimos durante el “K’intu” o ritual de
agradecimiento del día anterior con el que honramos a las cuatro montañas que
nos rodeaban: Salkantay, Ausangate, Verónica y Machu Picchu. Pensé en mis
familiares, mis compañeros de trabajo, los compañeros de travesía, la gente que
respeto y quiero. También bendije el futuro encuentro con mis otras raíces que
tendría lugar unos días más tarde. Pedí para el planeta, para los míos y para mí
sabiduría, amor y abundancia.
Aquel abrazo energético fue
reparador y sanador. Nos sentimos abrumados por aquella fuerza que emergía de
aquella tierra e invadía todo el espacio. Fue como haber sido tocados por algo
mágico, un contacto con la mismísima Energía Universal o como lo llaman algunos:
un verdadero abrazo de Dios.
Abrimos los ojos y nos dispusimos
a descender. No podíamos creer lo que acontecía: La fuerza y vigor de nuestras
piernas habían regresado renovadas. El cansancio que nos había abatido unos
minutos atrás había desaparecido y en su lugar, una adrenalina y una fortaleza inexplicables
las había sustituido. Decidimos correr para deshacer el camino de bajada a toda
velocidad. Nos reíamos mientras lo hacíamos. Habíamos sido tocados y
revitalizados por la fuerza de la Madre Tierra. Yo agradecía con lágrimas en
mis ojos por aquella bendición.
La fuerza y el poder de la tierra
lo entendían muy bien los Incas, no así aquellos que vinieron a profanar su
cultura, saquear sus bienes, acabar con su forma de vida, diezmar su población
y tratar de exterminar para siempre su legado de respeto y conservación por el
planeta y sus distintas formas de vida.
Saberlo y entenderlo aún duele.
Sólo nos queda darlo a conocer cada vez más y esperar que las nuevas
generaciones puedan y sepan darle su justo valor.
Valor que tan a la ligera es
tomado por muchos.
Sulpaiky Pachamama
(Gracias Madre Tierra, en Quechua)
Zadir Correa Vergara
El "dream team" |
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