La Carta de Amor

No iba poder entenderlo hasta que llegó el final. Ernesto estaba raro, su comportamiento comenzó a ser extraño desde aquel día, hace ya un año, en que aseguró, iba a una revisión de rutina donde su médico de cabecera. Yo tuve desconfianza desde aquel momento porque él no volvió a ser el mismo. Al regresar de aquella “cita médica”, Ernesto estuvo esquivo, huidizo, huraño e incluso a ratos, de mal humor.

Nosotros nos conocimos hacía seis años y, desde el momento en que nos vimos por primera vez, yo supe que él era el hombre que me acompañaría toda mi vida. Cuando nos vimos aquella tarde de febrero en aquel malecón ya casi al atardecer, él también lo supo: se iba enamorar perdidamente de mí y ese amor sería eterno. Cuando nos enlazamos formalmente y mi familia ya lo conocía me llevó al balcón de mi casa, allí, bajo una luna llena refulgente me dijo: “Te amo y quiero verte feliz toda la vida”.

Aquellos primeros años fueron maravillosos. Ernesto sólo vivía para mí y yo para él. Éramos como una sola persona. Yo me encargaba de su cuidado diario, de que saliera planchado y oloroso de casa cada mañana, de que se alimentara bien, de que su cabello estuviera adecuadamente cortado y que sus uñas siempre estuviesen impecables. Él por su lado traía detalles todos los días y de vez en cuando se aparecía con una botella de cualquier cosa para celebrar. ¿Celebrar qué?, preguntaba yo. “Celebrar que estoy contigo y que somos felices”, me respondía.

Cuando caí enferma con aquella bronquitis aguda que no me dejó ir a trabajar por casi dos semanas, él se desvivió en atenciones y en detalles conmigo. Me daba mi medicamento a la hora, me tomaba la temperatura, me mandaba preparar la comida, hasta contrató a una señora para los quehaceres de la casa para que no tuviera yo tanto trabajo.

Nos amábamos incansablemente, disfrutamos la vida que teníamos a plenitud, viajamos a Grecia, Egipto, Francia, Australia y hasta Brasil para disfrutar del carnaval hace dos años. Cuando me dijo que dejara de trabajar para que me encargara de la casa, me negué rotundamente, me resistía a la idea de ser una inútil. Me dijo: “Quiero que críes a nuestros hijos y los hagas a tu imagen y semejanza”. Como no los teníamos, aquella era la invitación formal a buscarlos. La maternidad cambió mi vida. Al año nació Ernesto José que hoy tiene cuatro años. No tuvimos otros hijos, aunque los buscamos.

Tal como me lo pidió, dejé mi trabajo y me dediqué a nuestro hogar, con la confianza que él me daba y con ese sólido amor que nos mantenía unidos indisolublemente.

Por eso me sentí tan mal cuando su comportamiento cambió desde aquella fecha. Todo aquel amor que me prometió parecía haberse ido a alguna parte, como si de repente se hubiese esfumado. A pesar de que después de aquello, él propuso nuevas reuniones, festejos y celebraciones por cualquier motivo, siempre lo vi extraño. Parecía ocultarme algo.

Sus amigos venían a casa y había celebraciones por cualquier motivo, cumpleaños de ellos, de sus hermanos, de los míos, el de Ernesto José, el de él mismo. Ya habían pasado unos seis meses desde aquella “visita médica”. En las reuniones Ernesto se mantenía como aislado y se negaba incluso a bailar o disfrutar conmigo. Me hacía bailar con sus amigos y sólo observaba prestándome poca atención. Al menos eso creía yo.

Cuando Carlos, su mejor amigo se me acercó más de la cuenta en una de aquellas reuniones, me estremecí. Ernesto había estado como lejano, ausente y muy pensativo en todo momento. Como en otro mundo. Carlos me tomó de la mano con una delicadeza tal que me hizo temblar las rodillas. Me puse nerviosa. No podía siquiera pensar en otra persona que no fuera mi esposo, quien tanto me adoraba y en quien yo tanto confiaba. Tuve miedo y me alejé.

Pero no terminó allí. La siguiente semana, en el cumpleaños de Carlos, Ernesto organizó el festejo en nuestra casa. Le dije que no estaba de acuerdo, que no quería a ese montón de gente en mi casa esa semana y no me hizo caso. Parecía que no me oía. Durante la celebración, Ernesto dijo que ya volvía, que se ausentaba un rato a buscar algo que faltaba. Carlos aprovechó para acercarse y disculparse por el roce y la electricidad de la otra vez, que eso no volvería a pasar si yo no lo deseaba... Pero yo sí lo deseaba. Hacía seis meses que con mi esposo las cosas estaban extrañas, mí intimidad con Ernesto era infrecuente y yo sentía que algo estaba pasando en su vida, algo que de seguro usaba faldas y tacones altos.

Carlos se mostró tan caballero aquella noche, incluso cuando Ernesto volvió, que cuando me llamó en la tarde el lunes siguiente para vernos a escondidas y conversar, acudí a su llamado rauda y veloz. Recuerdo que escogí cuidadosamente el atuendo que iba usar para el encuentro. Quería verme radiante, con mucha luz para él. Si iba nacer alguna propuesta, que fuera bien hecha.

Cuando traté de conversar con Ernesto sobre lo que estaba sucediendo con nuestra vida, el decía que no pasaba nada, que no me cohibiera de hacer mis actividades normalmente, incluso me dijo que me inscribiera en un gimnasio para mantener la forma. Siempre me respondía con evasivas y comenzó a ser muy permisivo. Se excusaba con el cuento de que iba a una “cita médica” por unos dolores de estómago que jamás comentaba. Nunca vi exámenes ni ninguna prueba de la fulana consulta. Era evidente que había alguien más en su vida y no quería confesármelo.

Yo, que me sentía desolada me dejé convencer con Carlos para vernos eventualmente a hurtadillas por las tardes. Decía que iba al Gym y nos escapábamos. Primero me llevó a conocer nuevos lugares, luego me colmó de regalos y un día, hace unas tres semanas, accedí a entregarme a él. Con Carlos el fuego de la pasión prohibida ardía fuertemente, cuando me tocaba, nuestra piel se estremecía, nuestros poros parecían quererse devorar unos con otros y hacer el amor con él fue una verdadera gloria.

Evidentemente me sentí culpable, Ernesto me había empujado a aquella situación, me había servido el juego. No dejaba de convocar fiestas por cualquier tontería y en todo momento hacía venir casi obligado a Carlos, quien ya más recientemente, acudía de muy buena gana a mi casa donde aprovechaba la distracción de mi esposo para cortejarme o hacerme juegos eróticos que subían nuestra adrenalina al mil por ciento.

Hoy, siento que mi amor por Ernesto es infinito y que por el resto de mis días voy agradecerle toda su abnegación y cuidado. El siempre me lo demostró. Hace un par de noches comenzó a quejarse por un dolor en el estómago y salí corriendo con él a la clínica. Casi muero de sorpresa cuando me entregó una carta manuscrita antes de entrar a emergencias. “Ábrela cuando esté dentro”, me dijo. La carta decía:

“Adorada Miriam, siento tener que decirte por esta vía lo que sucede conmigo. Te pido perdón de antemano porque sé que no va a ser fácil asumirlo así de repente. Nuestro amor es tan grande que no podía permitirme el lujo de dejar que se fuera al caño así como así o que pensaras que se había desvanecido o que había alguien más.

Si he tenido un trato evasivo contigo estos últimos meses ha sido por una sola razón. No pienses lo peor. No hay nadie en mi vida. No podría tener ojos sino para ti, lo sabes muy bien. Te lo prometí aquel día de los enamorados, recién conocidos. Iba amarte hasta más allá de mi propia muerte. Así lo he hecho. Siempre recuerdo aquellas palabras: “Te amo y quiero verte feliz toda la vida”.

Pero me parecía egoísta de mi parte simplemente desaparecer de tu vida y dejarte sola, desamparada y llena de culpas que no tienes.

Sé que has estado saliendo con Carlos y te confieso que al principio me pegó, pero supe que era lo mejor para todos. Cuando organicé aquellos templetes en casa, tenía la intención de que alguien apareciera en nuestras vidas, sobre todo en la tuya, que pudiera hacerte ver otras cosas, que te invitara a disfrutar la vida con plenitud, que disfrutaras de cosas que yo no podía darte y que pudieras rehacer tu vida en el momento en que lo inevitable llegara por fin.

Tengo un cáncer terminal de estómago. Fui varias veces a consulta para descartarlo y tratar de evadirlo, pero ya estaba desahuciado. Me lo dijo mi médico de cabecera hace aproximadamente un año. Estaba en mis manos someterme a la radioterapia o la quimio, lo que haría todo el proceso más largo y doloroso o dejar que la muerte me sorprendiera en cualquier momento. Decidí que fuera lo segundo, soy algo cobarde para estas cosas y no me gusta sufrir, lo sabes. Nací para ser feliz y hoy debo decirte que a tu lado siempre lo fui y todavía lo soy. No te dije nada antes porque odiaba la sola idea de hacerte sufrir. Perdóname.

Cuando ya no esté a tu lado, estaré tranquilo porque sé que estarás en buenas manos. Carlos es un hombre bueno, lo he estudiado y además se parece a ti. Sé que será un perfecto padre para nuestro hijo y un amante extraordinario para ti. El será la exacta continuación de mi amor desenfrenado.

Mi amor por ti es tan grande que no podía irme sin dejarte feliz. Gracias por darme los mejores años de mi vida, gracias por tus cuidados y por ser tú. Por favor, sé feliz. Yo lo sentiré adonde quiera que vaya.

Te amaré por siempre. Ernesto.

Ernesto no regresó. Murió aquella noche en la clínica.

Zadir Correa

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